Hay quien nace para hacerlas y quien nace para deberlas. Méndez lo torturaba, lo humillaba; ataba las cintas de sus zapatos a la butaca y vertía jugo de naranja en el interior de su morral. Era un mocoso de doce años con la maldad de un capo de la mafia; lo de introducir una culebra en la camisa de Sánchez, alertó a las madres y a los maestros, y las fechorías alcanzaron el segundo piso donde despachaba el Director de la escuela. “¿Quién… Méndez… el portero? Imposible, no lo expulsaré. Necesitamos ganar el torneo de futbol para recuperar los apoyos federales”, adujo el regente.

Es provechoso conocer al enemigo, es decir, sus debilidades, para saber cómo castigarlo. A partir de entonces, a Sánchez se le veía rondando el yermo callejón que se formaba entre el gimnasio y el laboratorio, donde pasaba los descansos a solas, preparando su venganza. A dos semanas del torneo se presentó en el campo; tres meses bastaron para que sus piernas se tornaran anchas, fuertes. “Sánchez pretende la posición de delantero. Méndez, ponte en la portería”, indicó el entrenador. “¿Para qué me hace perder el tiempo, profesor?”, refunfuñó el pequeño capo.

Entonces ocurrió el prodigio, la diosa de la Justicia se presentó con un blanco vestido de pentágonos negros. La red se volvió tan elástica como una telaraña que se extiende y se contrae a merced del viento; uno, dos, tres goles, veinte, treinta, hasta que el entrenador perdió la cuenta entre los gritos y vítores del resto de los muchachos. El portero caía una y otra vez para morder la tierra de la humillación que se le metía en las calcetas, le bañaba las rodillas, le empapaba el cabello. Hay quien nace para hacerlas y quien nace para deberlas.

 

Alejandra Meza Fourzán ©