“Perdón, no le escuché bien ¿qué dijo?”, me preguntó el señor Pedroza mientras firmábamos el convenio de compraventa. “Le decía que cuando niño jugué béisbol”, respondí. Mi asistente lo tomó de los hombros y lo encaminó hacia la puerta de mi oficina; es oficial, soy el nuevo dueño del equipo «Tigres». Desde este sitio, localizado en la parte superior del estadio gozo de un panorama completo del mismo; la emoción haría palpitar el corazón de otro cualquiera, pero no el mío. Me doy tiempo para recorrer los gimnasios, el área de entrenamientos y las taquillas; este complejo se sumará a los de fútbol y baloncesto que poseo, con la diferencia de que esta vez deseo su ruina y no el éxito.
Apenas pongo un pie sobre el campo, me rodea una nube cargada de malas memorias; me llueven dolor y tristeza. En este mismo lugar, hace treinta y cinco años recibí un golpe en la sien derecha que afectó mi sentido del oído y provocó que perdiera un ojo. A los quince años vi truncada mi prometedora carrera como bateador cuando el pícher del equipo anfitrión hizo un lanzamiento equivocado ─ilegal diría yo─ y mis reflejos fueron insuficientes para esquivarlo. Ninguna persona se hizo responsable de mi integridad física ni de auxiliar a mis padres con los cuantiosos gastos médicos. Entonces, era demasiado joven para comprender las consecuencias de mi permanente incapacidad, pero no tanto como para concebir un plan de venganza: Volverme rico y hundir a los «Tigres», el equipo que destruyó mi adolescencia y marcó mi vida. Giro hacia las gradas, imagino una merecida ovación y me retiro; como lo dice el refrán: “Ojo por ojo…”
Alejandra Meza Fourzán ©