¿Y si fuera nuestro oficio pasar las horas en el camposanto, sentados al borde de nuestra tumba con las piernas colgando de la fosa? ¿Por qué no, si el día de nuestra partida es lo único seguro? Qué tal convertir al mundo en un largo cementerio, en un sitio de tertulias, no de odios ni de guerras. Llegado el fatal momento, el leve empujón de una mano amiga nos haría caer de bruces; a la vera, una fila de oficiantes de toda religión, se hallaría presta para cubrir el requisito de la ceremonia. Quizá dejaríamos de temer y de ver a la Muerte con terror y ella, al sentirse no solo tentada sino desafiada por la osadía, a más de uno ─se los aseguro─, desdeñaría para hacerlo inmortal.

Alejandra Meza Fourzán ©