Él se disfrazó de demonio, ella, de ángel, y anduvieron de la mano por todas las calles del pueblo. Los curiosos que los seguían, sobaban las telas sedosas de sus brillantes disfraces, pero ni el demonio ni el ángel hablaron con persona alguna. Sus antifaces, que lucían una sonrisa perenne, estaban fabricados de cartón hecho piedra, por el que ni sus ojos podían adivinarse. El Jefe de la Guardia recibió la alerta: la joyería había sido asaltada y el joyero, brutalmente lastimado. Al arribar, hallaron al dueño aún tembloroso. Declaró que un demonio lo golpeó y lo ató de manos y pies y que, mientras lo amordazaba, un ángel vació los estantes y en un bolso enorme reunió lo mejor de sus piezas. El agente del Ministerio Público sonrió y se fue; tuvo que desechar el testimonio por absurdo. El Jefe se dijo: «Cuánto odio las noches de carnaval».

 
Alejandra Meza Fourzán ©