Seis con cinco y el administrador no llega todavía. Recargada sobre la puerta del local, se refugia de la nevada mientras espera. Una frase le calienta la cabeza: “llévate a mi mamá contigo para siempre, tú no tienes hijos”. Cuando su esposo vivía sus hijas la respetaban, hoy se turnan su cuidado de mala gana. El frío se le cuela por la bufanda, traspasa sus mallas raídas. Esa madrugada, su hija llegó borracha y el esposo la golpeó. La vieja se encerró en su pieza, temerosa, hasta que vio salir la luz del sol, luego se vistió y se apuró a tomar el autobús hacia el restaurante donde labora como cocinera. A las siete con veinticinco llegó don Cuco. “Discúlpeme, doña Tenchita, me quedé dormido”, dijo entretanto abría la puerta. Él se ocupó en lo de siempre: barrer el suelo, acomodar las mesas y las sillas. Ella encendió el comal y se ocupó en amasar tortillas. “Límpiese el sudor de la frente, doña, que los clientes siempre se fijan en la limpieza”. Ella lo hizo con la manga de la blusa, sin quejarse, sabedora de que hay infiernos que calientan aún más que un brasero.

 

Alejandra Meza Fourzán ©