El forastero arribó junto con la sombra del sol vespertino rodando cual patrono por la avenida principal, la única primaria, la verdad sea dicha. Hizo pausa en la cafetería donde sorbió un café y mordió un bollo antes de brindar una propina generosa. “Un hombre pudiente, seguro”, se cotilleó a su salida; hecho de difícil comprobación dada la oscura gabardina que cubría el resto de la indumentaria. De ahí, pasó a adueñarse de una banca de la plaza, donde las mujeres aflojaban la triste rutina entretanto sus hijas arriesgaban la infancia entre los columpios oxidados y sus hijos la dimitían a fuerza de soñar con las piernas desnudas de las muchachas. Nunca faltaban niños en el pueblo pues las señoras siempre se encontraban en estado, como si su único cometido fuese parir empleados para la vieja mina.

Entonces aparecieron ellos, los mineros, surcando la plaza atascados de sudor y agotamiento sin más deseo que servirse una cerveza en la cantina. “¿Observaron? Se comía a las hijas de Octaviano con los ojos”, espetó el más viejo. “Es una amenaza contra el pueblo. Nuestras mujeres están en riesgo”, secundó un decano. “Debemos echarle”, aseguró otra voz; mas cuando salieron de la cantina con los puños enfilados en su contra, el forastero se había esfumado. En eso llegó el mozo del hortelano y luego de ser enterado del asunto, les aclaró que él sabía en dónde estaba: en el hostal, donde una hora atrás solicitó un cuarto con ventanal hacia el patio. El rumor se levantó otra vez cual marejada porque ¿cómo guardarse la opinión ante un peligroso-caza-niñas-prófugo-de-la-justicia? La turba se deshizo, pues hasta el cura se retiró temprano para poner bajo llave su flamante cáliz bañado en oro.

El convenio se cumplió al día siguiente; seis de la mañana, una veintena de hombres irrumpió en el hostal. El dueño explicó que el forastero había dejado el sitio a las cinco, que la noche pasada merendó en su mesa y elogió el faisán que cocinó la dueña, que le obsequió un remedio natural para la tos y a su chico de seis años le alivió un terco dolor en el hombro izquierdo mediante la imposición de manos. “Un buen tipo, sin duda”, argumentó uno; “que sí, que fuimos tocados por un beato”, secundó otro y hasta el cerro desfiló el siseo de que el pueblo fue bendecido con la visita de un santo.

 

Alejandra Meza Fourzán ©