Me citó en el bar de siempre, aquel en donde diez años atrás solíamos reunirnos para reír como locos y tomar una cerveza tras otra. Recuerdo que nos llamábamos con no menos de veinte apodos idiotas. Yo, le decía «fresita», ella me respondía con «limoncito», y así…

En una ocasión, a las afueras de ese bar me retó: «Ya estoy lista para darte un beso». Le expliqué que no deseaba que me besara estando borracha sino en sus cinco sentidos, aunque la verdad no era esa sino que ella tenía novio y yo, novia. Esa noche, me metí en la cama convencido de que debí haberla besado, pero ella era veneno para mí.

Justo me encontraba deshilvanando esa remembranza cuando apareció. Lucía más hermosa que hace diez años y que hace cinco, cuando la vi por última vez antes de que se casara. Llevaba el cabello largo y revuelto, y las caderas ajustadas a una falda de seda negra. Se sentó a mi lado, ordenamos la cena y nos hicimos las bromas de costumbre. De pronto, no pudo resistir más y se puso a llorar. Su esposo le exigía el divorcio. Me confesó que vivían separados desde hacía seis meses, que trataron de salvar su matrimonio pero al final ambos se dieron por vencidos.

La compadecí. Si bien, desconozco lo que significa transitar por un divorcio, la separación de mi novia de toda la vida fue prácticamente eso. Discutíamos a diario, en particular por los celos que mi novia sentía de mi amiga, por nuestras interminables cadenas de mensajes de texto y llamadas a deshoras. Cuando ella se casó, descansamos ─por decir así─, mas ya era tarde pues nuestro noviazgo se había avejentado a fuerza de tantos problemas. Al poco tiempo, conocí a quien ahora es mi esposa: una mujer buena, alegre, bella, que me dice que sí a todo, excepto cuando la invito a beber unas cervezas.

Avergonzada de sus lágrimas, ella se metió al tocador para limpiarse la cara. Eso que las mujeres usan para oscurecerse las pestañas había manchado sus mejillas. Entretanto, por primera vez en toda la velada miré bien a mi derredor; el bar carecía del esplendor de antaño, los platillos estuvieron desabridos y el servicio, pésimo. Supongo que nosotros dos tampoco éramos los de antes.

Como ella tardaba en volver, el mesero me preguntó si podía levantar nuestros vasos, a lo que me negué. No sé por qué, pensé en que si tal hubiese sido la escena de una película de horror, esa era mi oportunidad de rociar un poco de arsénico dentro de su vaso, con discreción; luego, al volver ella, le hubiera propuesto un brindis en honor de nuestro reencuentro y segundos más tarde, ella moriría ahí, tendida sobre la barra de ese bar que mucho nos vio beber y reír, rodilla con rodilla.

Ella regresó con el rostro como nuevo, las mejillas polveadas de grana y la boca lista para ser besada. Aseguró que se sentía mejor, pero yo sé que fingía porque se entristeció en cuanto fijó su atención en el anillo de bodas que brillaba en mi mano izquierda. Nos despedimos en el estacionamiento, anotó su número de teléfono en una hoja de su libreta y antes de ascender a su vehículo me pidió que la llamara. Tomé el papel y lo tiré al basurero… es que ella es veneno para mí.

 

Alejandra Meza Fourzán ©