Elia deambulaba entre los pasillos del aeropuerto, aguardando con desasosiego el arribo del siguiente vuelo. Recordaba con disgusto la voz terminante de su hija Constanza, vía telefónica, un par de días atrás: «No pude tolerar el ver a mi padre en tal abandono y, peor aún, bajo esas condiciones de salud. Debemos recibirlo en nuestra casa y acompañarle en los últimos meses que le restan de vida”. Aunadas a esas palabras que entrañaban una sentencia, se estremecían en su memoria dos imágenes de Jean. En una de ellas, aparecía como el escultor extranjero, maduro y galante que la conquistó con delicadeza mientras Elia se desempeñaba como su modelo. «Olvídate de ese jovenzuelo y se feliz conmigo, hay que olvidar para no amargarse», le repetía él; en la otra estampa, aparecía como el marido celoso, senil y desconsiderado, quien la dejó a su suerte junto a la hija de ambos, de doce años de edad, para regresar a Francia.

Por fin, ante sus ojos se revelaron las siluetas que esperaba. Constanza ─ahora una mujer─ empujaba por la espalda a un anciano delgado, casi ciego y de labios resecos que apenas podía poner un pie frente al otro. «Debes querer mucho a mi hija, para recibirla en tu hogar con todo y su decrépito padre… ¿Cómo te llamas? ¿Conociste a Constanza en la escuela preparatoria?». Constanza evitó la mirada inquisidora de Elia, quien en su confusión atinó a decir: «Sí, sí que la quiero». Durante el trayecto hacia su vivienda, Elia ratificó su sospecha. El mal de Jean se hallaba tan avanzado que fue incapaz de reconocerla. Quizá fuera mejor así. En la zanja del olvido, no hay lugar para las amarguras.

 

Alejanra Meza Fourzán ©