Todo lo pido en tres tantos, quizá porque así me acostumbré: tres hijos, tres platos, tres camisas, tres juguetes. Mi esposo afirmaba que era necesario que me recuperase de su pérdida y saliera avante, pues de lo contrario, mi obsesión me llevaría a un lugar donde no hubiese querido verme. Tenía razón.

Poco tiempo después de lo sucedido en la casa del árbol, me encerré en mí misma. No quería hablar con alguien, ni tampoco recibir visitas. Tan solo toleraba la presencia de mi tía Imelda, quien me crió con el mismo amor con que el que crió a mi prima. Me negaba a ver a mi esposo pues le guardaba rencor y lo culpaba de la muerte de nuestros hijos; durante las primeras semanas de duelo procuró mi bienestar, luego, se alejó y me abandonó.

No había vuelto a verle hasta hoy. Allí está él, entre el público. Cuando el juez leyó en alta voz mi sentencia lo vi llorar profusamente. Es gracioso que me procesaran por tres delitos diferentes y me condenaran a treinta años de prisión: tal parece que sigo coleccionando tripletes.

El día en que recibí la noticia de mi embarazo, hace ya diez años, me desbordó el entusiasmo. Recuerdo que mi esposo propuso un brindis con una botella de vino, de la cual me permitió tomar apenas un sorbo y que, cuando él terminó con ella, se echó sobre mí para hacerme el amor con mucha pasión. Estaba feliz.

Meses después, nos enteramos de que seríamos padres de unos trillizos. Una nube de incertidumbre nos envolvió, pues anticipábamos la carga económica que implicaría sostener una familia de cinco miembros. Mi esposo vendió la ostentosa mansión que había heredado de su padre en su adolescencia y nos mudamos a un barrio modesto y tranquilo, donde hicimos migas con los vecinos de inmediato.

Mi primera intención fue derribar la casa de madera que el dueño anterior del inmueble había enclavado en la copa del enorme árbol que adornaba el centro del jardín trasero. Constaba de dos piezas y un techo lo bastante alto para que un adulto pudiera estar de pie. Mi esposo adujo que si bien podía ser refugio de ardillas salvajes, no había motivo para deshacerse de ella aún, pues en el futuro, nuestros hijos y nosotros mismos habríamos de disfrutar su uso.

Terminó por convencerme de que la conserváramos y era frecuente que durante nuestros primeros años como flamantes padres de tres bebés, nos diéramos un «escape» hacia la casa del árbol para beber, platicar o hacer el amor. Desde su ancha ventana, por primera vez, lo divisé a él, me refiero al nuevo propietario de la casa adjunta a la nuestra. Nos espiaba desde su balcón. Le advertí a mi esposo que éramos vigilados pero le importó poco. Me tomó de la cadera y alzó mi falda para seguir con nuestro juego erótico y con una escena que ─aunque me incomodaba─, se repitió más de una vez.

El hombre ese, el nuevo vecino, era un tipo extraño que no interactuaba con persona alguna y que se ganó la fama de ser rudo con quienes se atrevían a pagarle una visita para ponerse a sus órdenes. Corrían rumores de que era un expresidiario, mismos que se convirtieron en genuinas leyendas entre los niños del barrio. Vivía solo y rara vez abandonaba su vivienda.

Mis hijos siguieron creciendo y necesitándonos con mayor frecuencia, así que por un tiempo la casa del árbol permaneció sola. Intenté persuadir a mi esposo de que la derribásemos por fin, pues continuamente observaba que el vecino ponía su vista en ella desde su balcón. No tuve éxito y en un par de años, nuestros hijos tuvieron la edad suficiente para trepar por la escalera y hacer de ella su cuarto de juegos.

El encanto de la casa del árbol atraía, además, a sus amigos del colegio y del vecindario. El ruido que se generaba desde nuestro jardín era descomunal. Decenas de criaturas pululaban jugando a su derredor. Mi esposo le hizo mejoras y convirtió nuestro hogar en una simpática plaza de diversiones.

Recuerdo pocos detalles de esa tarde en que murieron mis hijos. Mi tía Imelda tuvo que ser hospitalizada de emergencia, gracias a una desafortunada caída que lastimó su cadera. Estuve a su lado hasta que mi prima pudo librarse de sus obligaciones laborales y arribó al nosocomio para hacerse cargo de su madre.

Regresé a mi hogar entrada la noche. Reinaba en él un inusual silencio, así que me dirigí directamente a mi recámara para confortarme en los brazos de mi esposo. Le pregunté por los niños y él respondió sorprendido que había supuesto que yo los había llevado conmigo al hospital. Los buscamos toda la noche alertando, sin resultados, al resto de la familia, a los amigos y vecinos.

Casi al amanecer, mi esposo tuvo la idea de registrar la casa del árbol, de la cual nos habíamos olvidado debido al alboroto. Ahí los encontró, a nuestros tres pequeños: abusados, mutilados y muertos a puñaladas de un modo salvaje. Tres ataúdes, tres cruces, tres coronas de flores, tres tumbas en el cementerio.

Las investigaciones preliminares fallaron hasta que un agente del ministerio estatal, conmovido por la historia, retomó el caso y descubrió nuevas pistas para hallar al asesino, quien resultó ser el tipo ese, el extraño vecino, un exconvicto y violador rastreado por los organismos policiacos de otro país. No sé por qué, dicho hallazgo no me causó sorpresa. Una premonición nacida en el centro de mi espíritu me lo dictaba.

Encontré el modo de conocer el día exacto en que las autoridades habían planificado su aprehensión. Esperé a las afueras de su casa y justo en el momento en que salía de ella esposado y escoltado por un par de guardias, avancé en su dirección armada con un fiero cuchillo de cocina, mismo que encajé sobre su tórax tres veces.

Fui apresada al instante y procesada por tres delitos: obstrucción de la actuación judicial, lesiones en contra de un miembro de la fuerza pública y homicidio. Mi esposo llora, lo observo desde mi banquillo. Es incapaz de alzar la vista y enfrentar mi mirada. Yo, todo lo pido por tres, es mi costumbre.

 

Alejandra Meza Fourzán ©