Aída cela con rigor la colección de objetos que adornan su vitrina por ser testigos silentes de años mejores, cuando viajaba alrededor de Europa con su esposo. Nada queda de esas épocas en que vestía a la moda y mal empleaba el salario ajeno en nimiedades, sino la plata de sus candelabros y la porcelana de sus tazones: su esposo murió y con él, la bonanza.
Hoy, domingo, le saca brillo a su memoria con un paño y hace lo mismo con su tesoro. De improviso, su nieta toma un tazón de la mesa para sopesarlo.
─¡Cuidado, Silvita, no vayas a romperlo! Viene desde Suiza, es un recuerdo.
─¿O sea, que si lo rompo, ya no recordarás cómo era?─. Aída suspira. Reconoce que si bien ha caminado frente a su vitrina mil veces, jamás ha observado de veras eso que tanto adora.
─No, de eso tampoco─. Responde Aída entre dientes.
Alejandra Meza Fourzán ©