El Teatro Nueva Era fue ─por una noche─ testigo y tablado para el sublime monólogo con que Evelia se consagró en su corta carrera como primera actriz; fue también el sitio donde durante sus últimos treinta años de vida, se distinguió como la mejor tramoyista que hubiesen visto sus telones, ella, quien aprendió a ser algo mejor que «discreta»: a ser «invisible».
El dueño del local con frecuencia recomendaba el trabajo de Evelia frente a los directores que contrataban sus instalaciones. «Es prácticamente cristalina», les aseguraba, pero la historia de Evelia como un ser capaz de pasar inadvertido, no comenzó con su desempeño como tramoyista sino antes, en su infancia.
Durante los minutos del recreo escolar, el resto de los impúberes ni siquiera la notaban mientras subían y bajaban por los toboganes y rampas. En su adolescencia, entretanto el resto de sus amigas eran convidadas por los chicos a menearse en la pista de baile, ella era ignorada. Vivir al margen del mundo no le resultaba peligroso sino en el momento de mezclarse entre el tráfico, pues ni conductores ni transeúntes recibían señales de su existencia. Sin embargo, el fracaso de su vida personal constituía el éxito en su vida profesional.
Un día cualquiera, durante los ensayos de «Mátame, que muero», obra que intentaba hacer girar la conciencia colectiva en torno del suicidio asistido, Evelia escuchó de la propia voz del dueño del local, que la máxima estrella del teatro latinoamericano, Celeste Santos, sería la protagonista de la próxima pieza a estrenarse en el Teatro Nueva Era.
Movida por la emoción y aprovechándose de la pasión unilateral que sentía por ella don Toñito Aceves, el veterano encargado de efectos especiales, obtuvo por debajo de la mesa una copia del guión de «Pompeya ardiente», tragedia de tintes históricos en la que Celeste Santos haría el papel de una dama de sociedad que decidida a vengar las infidelidades de su marido, se disfraza de prostituta y se infiltra en la zona roja de Pompeya, justo durante la noche trágica en que el volcán Vesubio estallara, allá, en los inicios de la era cristiana.
La escena en la que el volcán rugiría y emitiría lava hecha con inofensivas bolitas de polietileno pasadas en tintura naranja, constituía el reto principal para don Toñito, según le explicó a Evelia entre suspiros cortados, pues desde el escote de la blusa de su amada, dos níveos pechos aparecían con sutileza.
Ya en la intimidad de su hogar, Evelia representó una y otra vez la gloriosa escena con la que, sin duda, Celeste Santos pasaría de «diva» a «leyenda». Se obsesionó con el papel al punto de memorizar sus diálogos en tan solo tres noches, de modo que los conocía a la perfección cuando la compañía de teatro para la que laboraba su heroína, realizó los primeros dos de tres ensayos generales dentro del recinto del Teatro Nueva Era. Era costumbre de Celeste Santos, presentarse solo al último de ellos, como le correspondía a una artista de su nivel.
Por fin, llegó el momento de conocer en persona a la primera actriz, quien arribó al lugar acompañada de un séquito conformado por su secretario personal, su profesora de dicción, su asistente de vestuario, su maestra de yoga, su representante legal y, por supuesto, su estilista, su maquillista y su pedicura. El encuentro no decepcionó a Evelia en absoluto, sino al contrario, pues pudo constatar que la belleza de Celeste aparecía retratada de manera modesta en los carteles de las obras donde actuaba y su voz, semejaba a un trueno aterciopelado o una espada bañada en chocolate derretido, así era de dulce.
Invisible al fin, Evelia tramó un plan para robar los tacones rojos y el vestido azul que resguardaba la encargada del armario anexo al camerino principal y poder representar a la media noche ─ y para sí misma─, la imponente escena con la que Celeste Santos se volvería inmortal al día siguiente: «¡Oh, fuego de los dioses que escupe sobre nosotros su furia cálida, ven y tapiza de grisáceos polvos lo que quede de nosotros!» ¿Se trataba dicha frase de un llamado de auxilio, o bien, de una premonición? Ni el mismo autor del drama lo sabía, pero sin duda, la línea contaba con la fatalidad y la agudeza que las revistas de espectáculos alababan sin que la obra viera aún la luz.
Justo acababa Evelia de pronunciar tales palabras de pie, en el centro del escenario y con la vestimenta correspondiente, cuando escuchó un extraño rugido. ¿Lo estaba imaginando o era verdadero? El mismísimo Vesubio temblaba a sus espaldas, bueno, no el volcán sino la enorme lámina que Toñito Aceves utilizó para recrear el coloso y el sonido de su furia.
Evelia quiso ponerse a salvo, pero los altos tacones de color rojo quedaron atrapados en un resquicio de la duela y le impidieron correr. La lámina impía cayó sobre la tramoyista y la aplastó, dejando al descubierto sus blancas piernas y los zapatos de rojo tacón con que brilló sobre el tablado como una verdadera estrella. Una muerte demasiado visible para una mujer que pasó toda su vida siendo invisible.
Alejandra Meza Fourzán ©