Yo, quería que adoptásemos un perro, ella, una pecera con medusas. Cuando nos mudamos a este nuevo departamento, me suplicó que le concediera su deseo. Conseguí una enorme pecera a través de mi amigo, el biólogo, quien me contactó con el proveedor del acuario y adquirí un par de medusas en el mercado ilegal del puerto. (Todo puerto que se precie de serlo, lo tiene). En ese entonces, la sola idea de vivir juntos era capaz de sostener el peso de nuestros sueños y su alegría pobló los muros descalzos y los salones sin mobiliario de nuestro pequeño hogar, sin embargo, el amor no es perpetuo como lo es la muerte y tras doce meses de fracasos económicos, el desencanto de los salones vacíos terminó de vaciar su corazón.
De mi boca veo emerger saliva negra. Miro la pecera, las medusas se tornaron de color negro, ya no circulan ni se inflan. La veo salir de nuestra habitación con una valija. «Probé el veneno con las medusas, no tienen cerebro ni corazón, pero morirán de asfixia como tú ─y continúa, sarcástica─, me voy, porque aquí no hay vida». No puedo siquiera replicarle: mi cuerpo está paralizado y antes de que el veneno termine de estrangularme, por mi mente cruza una última idea, esa de que yo, solo quería que adoptásemos un perro.
Alejandra Meza Fourzán ©
Qué potente. Me encantó. Un placer conocerte 🙂
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Mucho gusto. Gracias por pasar a leer. 🙂
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Muy buen relato. Gracias y un saludo.
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Gracias por leerme, Isabel. Saludos.
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¡Que horror! Algunos asesinos se toman todo a la tremenda, pobres de las medusas que no tenían elección. Un abrazo.
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Ni ellas ni él. Saludos, Carlos.
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