Adán y Eva fueron ─en sus tiempos mozos─, una extraordinaria pareja de bailarines que abarrotaba las plazas donde aparecía. Ejecutaban lo mismo tango que zumba, ballet clásico que folclórico, y concluían su espectáculo con un inolvidable acto de magia y malabarismo. En uno de éstos, Eva resbaló de las manos de Adán y su cabeza se impactó directamente contra el suelo. Perdió el conocimiento al instante, mas lo recuperó días más tarde en la habitación de un hospital. Cuando Eva abrió los ojos y pidió algo para beber, dos damas, a las que no reconoció, dieron de saltos y abandonaron felices el cuarto para dar aviso al médico en turno. Adán, quien lloraba de alegría al pie de la cama, se acercó a Eva con intención de besarla en los labios. Ella lo detuvo.
─¿Quién es usted?
─Adán.
─Ah, como el primer hombre.
─¿Y… quién soy yo?
─Eva.
─Como la primera mujer. Recuerdo mis clases de Biblia, pero no más, no mucho más. ¿Qué hago aquí?

El alboroto armado por las hermanas de Eva en el pasillo del nosocomio incrementaba en decibeles cual si se tratara de un oleaje acechante. Eva insistió:
─¿Qué hago aquí?

Adán tomó su mano con delicadeza y la besó, y antes de responderle agradeció a la vida el despertar de su mujer y la oportunidad de reescribir su historia de amor, de abrazarse a un nuevo comienzo… a un nuevo génesis.

 

Alejandra Meza Fourzán ©