Los norteamericanos decretan God, bless America no como una plegaria sino como una sentencia: Dios bendice a América. Tras tres años de vivir en sus tierras aún trato de comprenderlo.

Ingresé en uno de esos paraísos mercadotécnicos llamado Walmart única y exclusivamente para comprar dos litros de Coca-Cola con los cuales acompañar una pizza, entretanto mi esposo se quedó esperando por mi regreso a bordo de nuestro vehículo.

Me refiero a tal supermercado como un «paraíso» ya que la variedad de productos que ofrece es abrumadora. Primero, tuve que elegir entre la Coca-Cola regular y la baja en calorías, entre ésta, opté por la light en lugar de la zero, y para finalizar, escogí aquella de sabor cereza.

Me felicité por ser una persona que sabe lo que quiere y caminé de prisa hacia el área de las cajas registradoras sorteando al hombre que hablaba en ruso a través de su teléfono móvil con el altavoz en volumen máximo y a la dama afroamericana quien viajaba entre los pasillos sentada sobre una de las sillas de ruedas eléctricas que el local proporciona a sus clientes.

Mientras la cajera hacía su labor con mis vecinos, me entretuve leyendo los encabezados de las revistas de moda que anunciaban en sus portadas el más reciente divorcio de una de las chicas Kardashian. En eso estaba, cuando escuché un grito proveniente del acceso de salida: «¡Alexa, dame otrrra margarrita!». Se trataba de Landon ─un colega de mi esposo─, quien acto seguido se puso a cantar «¡La cucarrracha, la cucarrrachaaaaa!» mientras bailaba al ritmo de salsa.

El día en que mi esposo me presentó a Landon y éste se enteró de que era mexicana, de inmediato comenzó a soltar frases en un limitado español como «buenas tardes senorita», «uy, chile picoso» y «¡dame otra margarrittttaaaa!» y de buenas a primeras puso el cuerpo en movimiento a manera de baile.

─¿Este hombre es así de idiota todos los días o cree que soy su mesera? ─cuestioné a mi esposo con sorpresa y enojo.

─Calma, mira. A algunos «gringos» les da por decir las pocas palabras que saben en español para hacerte sentir bien, o sea, como en casa ─me explicó mi esposo, quien también es mexicano, en su intento por aliviar la tensión del momento.

Siendo franca no entiendo cómo es que alguien se pueda sentir «en casa» ante tales desplantes, reflexioné aquel día, pero hoy, ruborizada ante el saludo de Landon lo único que atiné a hacer fue devolverlo abanicando el brazo y rezar para volverme del tamaño de un ratón ante las miradas extrañadas de los presentes.

Pagué el refresco y cuando me disponía a empacarlo, inexplicablemente, la botella de plástico se reventó con estruendo empapándome de agua azucarada de pies a cabeza. Al instante, la cajera me ordenó que no me moviera mientras que otra empleada colocó un par de conos amarillos alrededor del lago pegajoso que se había formado bajo mis zapatos y se puso a limpiarlo con el trapeador. Una más, me facilitó una toalla y acarreó para mí una botella idéntica a la que se había desfondado.

Doblemente ruborizada abandoné el paraíso y ascendí al vehículo. Luego de relatarle lo sucedido a mi esposo le pregunté:

─¿Por qué la cajera no me permitió ir por una nueva botella de Coca-Cola y me obsequiaron otra?

─Porque le resulta menos costoso a la empresa reponerte la botella que responder a tu demanda en el caso de que te lesionaras al caer sobre el charco que provocaste. ¿Te topaste con mi amigo Landon, bailó «La Cucaracha»?

Asentí dos veces y él sonrió. En ese momento mi ánimo estaba de pocas pulgas.

─Olvidemos la pizza. ¿Qué te parece si te cambies de ropa y vamos a un bar a tomar una «margarrrritaaaa»?

Excelente idea.

Antes de dormir, sin poder sacar de mi mente la melodía de «La Cucaracha», hice mi acostumbrada oración nocturna: God, please, bless America.

 

Alejandra Meza Fourzán