Su padre cometió un delito, un fraude en contra de la compañía para la cual laboraba, o al menos eso fue lo que se rumoró; de pronto, se vieron obligados a buscar refugio en otra ciudad. Atrás, ceñidas por papel periódico y a merced de la negrura de una caja quedaron sus muñecas, así como la rutina que a la edad de nueve años es tan necesaria como un juguete. Tuvieron que abandonar todo: lujos, amigos, hábitos, la enorme casa con su patio poblado de sauces llorones.
Es complejo recomenzar sin saber la razón, sin poder siquiera formular algún reclamo a los padres, o a Dios, o a la vida. El cuerpo de la madre se convirtió en una pasta hecha de sombra; en su rostro se vislumbraban la vergüenza, la mortificación, la escasez de dinero, las caricias negadas que siempre le hacían falta. Del padre, ¿qué podía decirse? Estaba en calidad de acusado, libre bajo fianza. Ninguna empresa le ofrecería un empleo entretanto concluyera el juicio; si lo declaraban culpable, el panorama familiar se nublaría. Su talante pasó de alegre a lóbrego porque hubo de guardar su soberbia en los bolsillos vacíos para llevarse a la boca un pan que sabía menos a harina, y más al te-lo-dije de la hermana y a la recriminación del cuñado.
Ella, sin otro refugio que un lápiz y un cuaderno, dedicó las tardes primerizas de su forzado exilio a dibujar sus muñecas, sus sauces, su viejo columpio de madera y a figurarse con aprensión el destino de sus desatendidas tortugas. Con el ánimo ─quizá inconsciente─ de soslayar su realidad, delineaba la que ya no existía con la punta del carbón de su nostalgia.
Los años transcurrieron; mientras que en el tribunal se decidía a paso lento la suerte del padre, ella se adaptó al colegio, al trato compasivo pero distante de los tíos, a sus nuevas amistades, a los juegos de princesas sometidas y rescates victoriosos con que apaciguaba su melancolía, a la naciente adolescencia que arrebató lisura a la piel de su rostro y sosiego a su carácter. La madre se empleó como secretaria ─por vez primera─, para ayudar al padre a pagar los honorarios de los abogados y también en un cándido intento de despabilar a los relojes. El padre, asistía al cuñado en su fábrica para aminorar el peso de la imposición; el trabajo dignifica, amansa, un soplo de humildad le abrazó el corazón y lo domó hasta tornarlo dócil.
Dicen que lo que no puede comprobarse, no sucedió jamás; así, el padre fue exonerado por sus juzgadores. La sentencia brindó a la pareja el frescor del alivio, paz y una página en blanco para reescribir su historia; por unos días, se hablaron, se entendieron, se amaron. Con la frente en alto y la conciencia recién deshollinada, agradecieron la generosidad de sus anfitriones, quienes se habían jugado la estima social al albergarlos, y dijeron adiós.
Era tiempo de recuperar, de rehacerse. Para ella, era hora de encontrarse con sus compañeros de infancia, esos que muchas veces esbozó en el papel y en su memoria. Durante la vigilia y para celebrar el inminente regreso hizo un bosquejo de su patio, de su columpio y de sus árboles añorados.
Pero pocos somos capaces de aprender las lecciones; solemos retomar nuestros viejos caminos y con ellos, nuestros arraigados vicios. Tan pronto cruzaron el umbral de su mansión, la madre se refugió en la cocina y el padre, en su biblioteca. Ya no volvieron a mirarse, ni a enlazar los ojos ni las manos. Se diría que ambos regresaron a su normalidad; sin embargo, para ella, nada era normal. Las escalinatas, los pasillos, los muros, las habitaciones, parecían haberse reducido.
Ese mundo del que la sustrajeron cuatro años atrás, era otro, más pequeño; sus caderas extendidas no encajaron entre las cadenas que sostenían el escurrido columpio, y los cabellos polvorientos de sus muñecas ya no la llamaron a peinarlos.
Tomó el boceto que trazó la noche de la vigilia y lo hizo pedazos, como pedazos estaba hecha su inocencia. Por primera vez, a sus trece años, experimentó el dolor y la sorpresa; un vuelco en el estómago le abrió los ojos y sintió el vértigo que nos recorre de piel a huesos llamado «vida».
Alejandra Meza Fourzan ©