La muerte tiene que catarse a pausas
porque sabe a salitre.
Se posa en la ribera de la lengua
y de ahí comienza su errar amargo
con rumbo al corazón.
Nos abrazamos de negro formal
entre pañuelos de consuelo estéril,
nos palmeamos la espalda
y, sin suerte, fingimos entender
lo que cien catecismos
no han podido explicar.
Quienes sobrevivimos
juramos como en credo
clamando «todos vamos para allá»
cual si estuviésemos guardando fila
en la estación del tranvía, pero no.
No.
Ha de ser que la muerte
agita sus vagones polifónicos
para arrollarnos donde sea que estemos.
Quizá. Hoy, la única certeza es
que moriste, y yo,
y de nuevo ha fallecido tu padre,
tu madre, y los míos,
porque nuestros eslabones genéticos
paren los mismos amores y miedos.
Te extrañaré y tú a mí,
en el campo de sauces
donde decido imaginarte -riendo-
pues me faltan pechos para el dolor
y mucha más agua, en la mirada.

 

Alejandra Meza Fourzan ©