Rodolfo laboraba para la prestigiosa empresa «Corbatas Finas». Los empleados temieron lo peor ─y con razón─ cuando su propietario falleció sorpresivamente de un infarto. Terribles rumores circularon en torno de su heredero: que si era un tirano, que si un necio, que si parecía un dios griego, pero Rodolfo centraba su preocupación en el esfuerzo que había invertido en una novedosa campaña de mercadotecnia que contaba con la bendición del antiguo dueño y un pegajoso estribillo: “Corbatas finas para cuellos que fascinan”.
Cuando Rodolfo conoció al heredero, se enamoró al instante de él y se dejó arrastrar por su galanura hacia la oscuridad de una relación prohibida. El mercadólogo abandonó todo: mujer, hijos, reputación, hasta que su flamante jefe se cansó del negocio y lo traspasó. Rodolfo concluyó los detalles de la campaña, colocó el expediente encima de su escritorio y se colgó del techo. No hizo uso de una cuerda, sino de una corbata, y no de una corbata cualquiera: se enganchó de una corbata fina, de una corbata asesina.
Ale Meza Fourzan