Una, será la historia que aparecerá mañana en la prensa; otra, la que argumentarán los matones que envió Toño Arteaga para persuadirle; la verdadera, abordó un taxi junto con la mujer de vestido amarillo que se perdió para siempre entre el bullicio de la estación de tranvías de San Francisco.
Ellos, los matones, aguardaron diligentes a que la totalidad de los pasajeros descendieran de los vagones, entretanto el sol de agosto les escurría por los brazos tatuados en forma de sudor. La tarea era precisa: presentar a Chela con vida ante Toño Arteaga, no así las señas que les dieron. Contaban con una fotografía que de tan vieja estaba borrosa, donde aparecía Chela acompañada del propio Toño y de Silvano, el hermano de su jefe, y con la información de que Chela se había escapado de Chicago la tarde del viernes, en tren, con rumbo a San Francisco.
La espera fue en vano. Uno a uno los viajantes se apartaron de las vías sin que los matones hallaran rastro de Chela, mas de pronto, un par de patrullas irrumpió en la estación con escándalo: el cadáver de una mujer de hasta unos veinte años, había aparecido el interior de uno de los coches-dormitorios. Los dos tipos hicieron unas preguntas por aquí y por allá ─como si tuvieran interés en el evento─ y al cabo de media hora se enfilaron hacia el barrio para rendir cuentas a Toño, persuadidos de que la fallecida tenía de ser Chela quien al sentirse acorralada se quitó la vida.
* * *
La tarde en que escapó, Chela había llenado una valija con fajos de billetes que tomó del escondite que únicamente ella y Silvano conocían. «¿Cuánto falta para que salga el próximo tranvía a San Francisco?», preguntó en el mostrador del California Zephyr. «Cinco minutos ¿matriculo su boleto?», respondió la dependiente. «Sí», dijo Chela aliviada, figurándose que solo Toño podría aplacar los ánimos de Silvano. Semanas atrás, Chela se enredó con un hombre joven; Silvano lo mandó matar y amenazó con acabar también con ella. «California es mi única esperanza», pensó Chela sin poder evitar que la canción de moda, California dreamin’, le taladrara la memoria. Al abordar, Chela acomodó su pequeña maleta en el armario a un lado aquella que ya lo ocupaba, y extrajo un ánfora plateada de su pequeño bolso.
─¿Vodka? ─le ofreció a la muchacha de vestido amarillo, piel tostada y cabello oscuro, quien miraba por el ventanal con los ojos irritados por las lágrimas.
─No, gracias, mi madre no me permite tomar alcohol. Tanto gusto ─musitó al extender su mano─, me llamo Edith.
─Soy Chela ¿Cuántos años tienes, Edith?
─Dieciocho ¿Y tú?
─Veintiuno.
* * *
El resto de largo viaje de cincuenta horas, las mujeres lo pasaron charlando como si se conocieran de tiempo atrás. Edith le refirió a Chela que se había embarcado en una relación clandestina con un profesor universitario y que, al ser descubierta por su madre, ésta la obligó a viajar a San Francisco, donde la esperaba su tía Eva. «La vi una sola vez cuando yo tenía seis años. La visitamos en un edificio de ladrillo rojo que está enfrente de la Catedral de la Gracia. No creo que ella me recuerde tampoco», le confesó Edith a Chela.
Llegado su turno, Chela le confió a Edith con lujo de detalles, cómo fue su vida durante los últimos seis años como parte de la ganga de Silvano Arteaga, la pandilla boricua más poderosa de Chicago. Le explicó que había quedado huérfana a los trece, cuando una banda rival asesinó a sus padres, que Silvano le dio cobijo paternal por lástima, pero solo durante un par de años porque luego la convirtió en su amante, que de continuo traficaba u ocultaba armas y drogas en su nombre y que, no menos de cinco veces, tuvo que huir de la policía.
Entre lágrimas ─y con un plan ya trazado en su mente─, Chela agregó que extrañaba a su padre, que le hubiese gustado gozar del amor de una madre vigilante y de una amiga como Edith, con quien compartir charlas y secretos. Halagó su vestido amarillo, le pidió que cortara su cabello a la altura de las orejas, tal como lo llevaba ella, y que le coloreara las uñas del mismo tono para parecer hermanas. Edith, en su inocencia y movida por la cruda historia que acababa de escuchar, complació a Chela en todo, e inclusive le propuso que se olvidara de Toño y viniera con ella a casa de su tía Eva.
Al acercarse la noche del sábado, Chela le ofreció un par de píldoras a Edith asegurándole que le ayudarían a tener un mejor descanso, sin embargo, lo que en realidad le dio fue una droga poderosa, de la que Silvano compartía con sus amigos cuando estaban ebrios. El frágil cuerpo de Edith no resistió la dosis y en un par de horas comenzó a sudar frío, su corazón se colapsó y su boca despidió densa espuma blanquecina.
Chela encerró el cadáver en el estrecho sanitario de su vagón y se atavió con el vestido amarillo con el que Edith hubo abordado el tranvía. Luego, se acomodó en una mesa del vagón-restaurante y pidió un café. Faltaba poco para el arribo a San Francisco. I’d be safe and warm. «Estaré a salvo, estaré a salvo», se repetía, al mismo tiempo ensayaba la frase que le diría al chofer del taxi una vez que lograra salir inadvertida de la estación: «Por favor, lléveme a la Catedral de la Gracia».
Ale Meza Fourzan
¡Buenísimo! ¡Bravo!
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Gracias por leerme.
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