La tarde de arrulla los árboles y una luz silvestre envuelve el parque como si fuera el cobertor con el que arropo a mi hija; nos encontramos rendidas pues jugamos por horas y, en este instante, miramos al sol ocultarse tras las montañas nevadas. Aguardamos en silencio a que regrese Lucila; no está muy lejos, desde aquí puedo verla de reojo y aún conversa con ese hombre. Yo aprieto a Abril contra mi pecho y sus pequeñas manos descansan sobre las mías; quisiera que este momento no terminase, y oler para siempre su cabello delgado y castaño. Mi hija es el mejor legado que recibí de mi difunto esposo, José.

De pronto, la voz de Lucila interrumpe mi letargo. “Gracias por esperarme, ya podemos marcharnos”, dice mi amiga de toda la vida con una sonrisa sagaz. Abril y yo nos ponemos de pie y comenzamos nuestro andar con lentitud. “Y bien, ¿quién es tu nuevo galán?”, pregunto, y Lucila me da santo y seña: cuarenta y cinco años (los mismos que nosotras), divorciado, dos hijos, buen empleo… Sus ojos resplandecen con ese pueril entusiasmo con el que los he visto brillar varias veces.

Recuerdo la primera vez que vi esa luz, teníamos catorce. José la había invitado al cine y a tomar un helado por lo que me pidió que la acompañara; al parecer, él también llevaría a un amigo. Así fue como conocí a quien sería mi futuro esposo. Hoy ─casi tres décadas después─, entiendo que tal era mi destino, mi llamada.

La dichosa cita resultó en un fracaso para José pues al salir de la nevería Lucila y su amigo se despidieron con un largo y febril beso en los labios. José se abochornó y yo aparté la vista de ellos, avergonzada. “Ese beso hizo que la boca me hirviera”, me confesó Lucila cuando estuvimos a solas, y los ojos se le encendieron de nuevo. El camino hacia el corazón de José me quedó despejado y durante los siguientes días, con el pretexto de darle consuelo, tendí mis redes para ganarme su confianza. Me parecía un muchacho agradable, estudioso, de buena cuna, que no merecía el maltrato de Lucila.

Quizá José siempre estuvo enamorado de mi amiga, nunca lo supe de cierto pero lo intuía. A partir de nuestro matrimonio, puse tierra de por medio fingiendo que el clima de esta ciudad me venía mal, que odiaba la nieve y el frío. Nos mudamos, y Lucila y yo vivimos separadas durante un buen tiempo.

Ella, por su parte, jamás se casó aunque tuvo una docena de novios. Su vida ha transcurrido en solitario, entre altibajos emocionales, económicos y profesionales. En alguna ocasión, me descubrió su deseo de tener descendencia, aun sin casarse. La previne que criar un hijo es una enorme responsabilidad y me escuchó. Ahora que veo cuánto le pesa su solitud, no sé si le di el consejo correcto.

Enviudé hace tres años y decidí retornar a esta ciudad. Deseo que Abril disfrute de la nieve, las montañas, los atardeceres violetas, el maravilloso bosque. Desde entonces, Lucila se ha convertido en nuestra mejor compañera.

Antes de despedirnos, mi amiga me pregunta si estoy de acuerdo en que ella y Abril regresen al parque el día de mañana, pues ha concertado una cita con su nuevo galán. Me lo solicita con ilusión y secundada por los ruegos y saltitos que da Abril, así que no puedo negarme.

Tan pronto terminamos nuestra cena, escolto a mi hija a su dormitorio y la acaricio hasta que concilia el sueño. Tiene once años apenas, pero sé que pronto se fijará en los hombres, y éstos en ella. Se parece en todo a su padre. José y yo, fuimos una buena pareja, pero sus besos nunca me hicieron sentir un hervor en la boca.

Espero que un día Lucila se enamore de verdad, y que conozca el amor de alguna forma o de otra. De corazón deseo que el Amor ─así, con mayúscula─ figure en su destino.

Ale Meza Fourzan