“Mi esposa me pidió que los agasajara con estos pastelillos, pasen acá”, dijo el jefe desde la cocineta y todos los empleados nos preparamos un café para acompañar el inesperado desayuno. La señora Julia es un encanto, rumoraban las secretarias y es que, literalmente, ¿a quién le dan pan, que llore? Tres días después, durante nuestra reunión semanal, como corresponde a mi puesto de Gerente expuse el apremio de reemplazar los tostadores en los cinco restaurantes, ajustar la temperatura de los refrigeradores y adquirir una camioneta para uso del subgerente. Mientras ahondaba en los beneficios de tales medidas el jefe se rascaba la cabeza en silencio y, cuando por fin abrió la boca, dijo: “son demasiados gastos, lo consultaré con Julia”. Pensé que una cosa es obsequiar bocadillos a los empleados y otra interferir en el negocio del marido, pero guardé mi parecer.
La siguiente mañana llegué más temprano que siempre para hacer números de nuevo, confiado en que aún se podrían reducir los costos. Me crucé con el jefe en el estacionamiento mientras descendía de una camioneta de lujo tripulada por una dama. Esta mujer es la mentada Julia, pensé y la saludé con frialdad. Ya en el interior del edificio, el jefe me explicó que su esposa le había sugerido echar mis propuestas por la borda.
Una bola de nieve se enfiló hacia mí como lo supuse. Primero, mi subalterno alegó que el motor de su viejo vehículo ya no daba para transportarlo de restaurante en restaurante y que el jefe había prometido asignarle otro; luego, nuestro asesor de seguros me comunicó que tres empleados habían sido hospitalizados con neumonía gracias a las bajas temperaturas de los refrigeradores. Las noticias ascendieron como un remolino a oídos del jefe quien me puso de puntillas en la calle con un seco y sencillo: “Julia me aconsejó que te despidiera, yo mismo ejerceré tu puesto”. A todas luces, un acto injusto.
Dos días más tarde abandoné el edificio después de recoger el cheque de mi liquidación y ahí estaba ella, a punto de echar a andar la camioneta tras haber dejado al jefe en la puerta. En un impulso no pensado, la detuve. “Señora Julia ¿quién se cree usted para gobernar el destino de la empresa y de los empleados de su marido?”. La mujer me miró sorprendida y aclaró: “Se equivoca, yo no soy Julia. Julia es la difunta esposa de mi hermano. ¿La mencionó recientemente? A veces sufre de delirios”. Lo negué, miré el cheque y me di la media vuelta, aliviado de estar a salvo de semejante psicópata.

Alex M Fourzan ©