Llegó para apoderarse del barrio ¡ese engreído! Se plantó frente a mi umbral con seis botes de cervezas, mis favoritas, ¿cómo negarle el paso? En una tarde se ganó a mi esposa y a mis dos hijos, y en una semana al vecindario entero; parecía unos cuantos años mayor que yo pero derrochaba vida. Una vez lo hallé podando el jardín de Doña Tencha, la viuda; otra, reparando el vehículo de Crucito, el mecánico fiel estampa del dicho «en casa de herrero, cuchillo de palo», pues siempre lo tenía descompuesto. Va. Correcto, que haga lo que quiera con su tiempo, pero no le perdono esa tarde en que regresé de la fábrica y lo encontré jugando baloncesto con mis hijos. Había tenido una jornada de miedo pues ese chino tozudo de mi jefe me había filtrado que si doblaba esfuerzos me ascenderían a mí y no al idiota de Fernández. Me quité el saco, la corbata y me recogí las mangas. Éramos dos contra dos. Pasados cuarenta minutos de sudor y gritos lo tuve claro: o encestaba la del gane, o arruinaba mi imagen paternal. Entonces, el bribón me propuso: “Anda, no voy a taparte, mete esa pelota, sé el héroe”. Sentí tanta rabia que resbalé en el intento y me herí el tobillo. El vecino me trasladó al hospital en su vehículo y me hizo compañía hasta que salí del lugar con media pierna bajo vendas. Regresé a casa donde mi mujer ya me aguardaba intranquila y mis hijos me llenaron de abrazos: “Eres un héroe papá, a pesar de que no anotaste”.
Al día siguiente no fui a la fábrica, me dieron siete días de incapacidad. ¿Le habrán dado mi puesto Fernández?, pensaba para torturarme. Lo vigilé por la ventana, pero jamás salió de su vivienda. Con todo y luxación ayudé a Crucito a echar a andar su camioneta y a Doña Tencha a cambiar un tubo del desagüe, y pasada la temporal invalidez, me encaminé hasta su puerta para aliviar mi curiosidad. Un reportero arribó al mismo tiempo que yo, insistimos, no hubo respuesta; el periodista aplaudió mi suerte de tener por colindante a un tipo fenomenal: visionario, misionero, salvador de no sé cuántas vidas y autor de no sé cuántos milagros. Deseaba con ansias entrevistarlo pero era un individuo que evitaba los reflectores. Me extendió su tarjeta: “llámeme cuando lo vea regresar”, dijo, pero ya pasaron dos días y no retorna, mi vecino, el héroe.
Alex M Fourzan ©