«Oh, Padre, a quien reconozco sobre todo […] te dejo a ti la eternidad; pues ¿qué es el hombre para que viva toda la edad de Dios?». Herman Mellville.

Está escrito que nosotros,
los que probamos del fruto de la flaqueza,
somos indignos de conmiseración.

Pero si el dios en el que creo se vaciara de indulgencia
y se tornara a mi imagen y semejanza,
sería rencoroso, caduco… mortal.
¿Qué sería entonces de mí? Un miserable decano.

Dichoso aquel al que su dios le sobrevive
porque le reservará un lugar en el mundo de los perpetuos.
En cambio, pobre de ese, que se atreva a vivir más años que su dios.
No le restará más que incinerarlo
y grabar en su lápida una blasfemia:
«Aquí yace mi dios, porque no pudo resistir la carga de mis yerros».
Adiós a los templos, los ritos y el incienso.
¿Quién arrullará a su hijo:
«Duerme tranquilo que nuestro dios vigila»?

Bienaventurado aquel que vive menos que su dios
porque siempre tendrá a quién pedir perdón.

 

Ale Meza Fourzan ©