Las personas trágicas terminan por atraerse las peores tragedias; de esa clase es Amaranta, una mujer llorona, sentimental, de las que se lamentan por esto y aquello. Para mi fortuna, no soy así. Conocía a Amaranta por una amiga, durante la celebración del cumpleaños de su pequeño. “Como ninguna de las dos tiene hijos, pensé en presentarlas y darles un asiento en esta orilla del salón para que platiquen”, dijo sin pasar sus palabras por un filtro.
Amaranta se resintió, pero yo no. He renunciado a la amargura de no poder procrear. Estuvimos ahí no más de una hora porque los gritos de los chiquillos no nos dejaban escucharnos, y continuamos la conversación en un café donde Amaranta lloró a pulmón tendido porque su esposo no la amaba como ella se merecía, porque recién había perdido un embarazo, en fin, por todas esas nimiedades por las que las mujeres trágicas se mortifican el alma. Con el ánimo de alegrarla, al día siguiente la invité al club para jugar un partido de tenis.
Otra tarde, nos encontramos para ir a comprar zapatos. Me decidí por unas sandalias de charol rojo y tacón de aguja, medianas de precio pues mi economía no está para derroches; pero Amaranta se fue en grande y compró un par de botas de piel negra. Salí de la zapatería con la sonrisa de una nena traviesa porque hice uso de la tarjeta de crédito sin permiso de Francisco, pero ella, con todo y que se gastó lo que mi marido ingresa en una quincena puso su carota de tristeza. “Creo que no le van a agradar a Joaquín”, musitó.
Su esposo Joaquín la consiente, la lleva de viaje, la invita a salir, le hace el amor, la busca por teléfono cada hora. Aún no entiendo por qué se queja de él. El mío, me telefonea sólo para reprocharme cuando olvido preparar la comida de los perros y me hace el amor en entregas mensuales.
Después de unos meses mi nueva amiga y yo dimos el paso que dos mujeres dan cuando sienten que ya se han dicho todo sobre sus vidas: presentar a los esposos. Convencí a Francisco con una botella de whisky y limpié la casa a fondo. Me hallaba preparando la mesa para jugar al póquer cuando ellos arribaron. Qué decepción ver a Joaquín: un tipo sin chispa ni estilo, de vientre grueso y pecas en el rostro. Se miraba feo al lado de Amaranta, quien es tan esbelta y bonita como una modelo de revista francesa.
Tras las presentaciones de rigor, nos sentamos los cuatro a la mesa y Joaquín sacó de su cartera dos billetes tan gordos como él. “Que aquí jugamos con fichas nada más, por el placer de estar y tomar unos tragos ¿estamos?”, aclaró mi esposo definiendo su territorio. Joaquín se guardó los billetes y aceptó el vaso que le tendía Francisco. Ambos se dijeron “salud” y al instante ya eran los mejores compañeros.
La pasamos de lujo, reímos hasta que el sol nos encontró en la terraza oyendo canciones ochenteras, las favoritas de Francisco y Amaranta. El siguiente sábado los recibimos de nuevo, y luego el otro y el otro. Al margen de ello, Amaranta y yo nos frecuentábamos en el club para jugar al tenis. Para tranquilidad mía su papel de reina del drama comenzó a ceder poco a poco.
Uno de esos sábados, ya pasado de copas, Francisco le declaró a Joaquín que atravesábamos por una mala racha, que perderíamos la membresía del club, la casa, que por cierto era de alquiler y debíamos tres pagos. Confieso que sentí vergüenza. Joaquín le ofreció un préstamo, pero Francisco con su síndrome de izquierda respetable no le aceptó ni un veinte.
Esa noche tardé en conciliar el sueño con el pensamiento fijo en lo que significaría mudarnos con mi madre, donde no quieren a Francisco, o peor aún con mi suegra, donde me desprecian. Y eso que sugería mi esposo de pedirle otro crédito a mi tío… «A cada día, baste su propio afán», pensé para serenarme.
El siguiente lunes pasé por Amaranta para acompañarla a su cita con el quiropráctico y me recibió Joaquín. Me condujo hacia la cocina y entretanto se asomaba Amaranta me acosó con una retahíla. Que Francisco era un obstinado sin ambiciones, que mi amistad le hacía bien a su esposa, que disfrutaba mucho de ir a mi casa a jugar al póquer y rozar mis sandalias con sus zapatos por debajo de la mesa, que sería una pena que nos mudásemos.
Me extendió un cheque que cubría además de las tres rentas debidas otras seis más a futuro y me pidió que lo guardara en secreto, entre amigos, que podía pagarle con cariño. Amaranta apareció y al grito de “¡Vámonos!” me arrastró hacia la puerta. Apenas alcancé a esconder el cheque dentro de mi bolso cuando Joaquín me puso un beso en la comisura de la boca. Entonces entendí a qué se refería con «cariño».
Soy una persona práctica, no de esas que se atraen tragedias a fuerza de ser trágicas. Este próximo sábado me calzaré mis tacones rojos, embriagaré a Amaranta y a Francisco hasta que pierdan la cabeza y los enviaré a la terraza, a escuchar sus canciones ochenteras. Luego, en algún rincón de la casa, pagaré por el respiro que me dará este juego de póquer.
Alejandra Meza Fourzan ©
Bonito relato
Me gustaMe gusta