La doctora en psicología, Romina Marmolejo, miró sonriente hacia la audiencia, complacida con la disertación que acababa de rendir. Los organizadores del evento se levantaron al mismo tiempo de sus asientos e intercambiaron abrazos y besos con ella. «Agradecemos a la genial Romina Marmolejo, el habernos permitido presentar su nuevo libro en el marco de este encantador castillo», dijo uno de ellos, luego le extendió un diploma seguido de nuevos besos y abrazos.
Para ese punto, Romina deseaba con fervor que la noche terminara… y apenas comenzaba. Tuvo que soportar las conversaciones frívolas de conocidos y desconocidos, la petulancia de los patronos y la impertinencia de sujetos quienes con morbo le preguntaban «¿Has pasado por una situación como la que describes en tu libro?», a lo que ella respondía tajante: «¿Violación, te refieres a que si fui o no violada? Es como asumir que tienes que ser un criminal para escribir un libro sobre criminología». Lo único que rescataba su velada, era el gusto que se daba al escribir dedicatorias y fotografiarse con sus auténticos seguidores.
El vino corría copiosamente, casi a la par que las impertinencias, por lo que buscó refugio en el tocador. Encendió un cigarrillo en el interior de uno de los privados, desde donde escuchó la conversación que sostenían dos mujeres.
─¡Pero quién se cree que es la tal Marmolejo para atreverse a hablar en un lugar de esta categoría! Este es un recinto para temas importantes y no de autoayuda.
─O para conciertos como el de la semana pasada, ¡espléndido! Yo vine para acompañar a mi marido y a vigilarlo más de cerca. Hay tipas que solo rondan por acá para buscar una mejor situación económica, por decirlo así.
Romina permaneció en el privado hasta que las damas salieron. Miró su imagen reflejada en el colosal espejo florentino y se dijo, dolida: «Quizá tengan razón y debo aceptar que mi libro no es científico, sino de autoayuda». Luego, pensó en la David, su marido. Le pesaba su ausencia y el tener que justificarla en todas sus presentaciones públicas. Arribó a su hogar, cansada, y se enfiló de inmediato hacia su recámara, donde la esperaba David, borracho como siempre, recostado sobre la cama y con el libro más reciente de Romina entre sus manos. La miró y le dijo:
─¿Sabías que cuando niño fui violado?
─Sí ─respondió Romina recargada sobre el marco de la puerta─, me lo revelaste en tu segunda consulta, cuando fuiste mi paciente.
─Eras muy guapa. Me enamoré de ti a primera vista, doctora─. David musitó un par de palabras más y se quedó dormido.
A Romina le hubiese gustado descansar en su propia cama después de un día ajetreado como ese, pero la pestilencia de David la ahuyentó. Se desnudó en el salón y se tendió sobre uno de los sofás. «Necesito leer. Acaso exista por ahí un libro dedicado a mujeres como yo, que viven con un alcohólico… un libro de autoayuda», pensó y se quedó profundamente dormida.
Ale Meza Fourzan
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