“¿Sabe? Cuando niño jugué béisbol”, dije y le extendí mi mano para cerrar el trato. Con esa frase, me estrené como dueño de los «Tigres». “Perdón, ¿qué me dijo? No le escuché bien”, respondió el señor Pedroza. Guardé silencio. Mi asistente lo tomó de los hombros y lo condujo con amabilidad hacia la puerta de mi nueva oficina.

Desde aquí tengo un panorama completo del estadio; la emoción haría palpitar el corazón de otro cualquiera, pero no el mío. Tras unos minutos me animo a recorrer los gimnasios, el área de entrenamientos, las taquillas, el campo. Este es el quinto complejo deportivo que adquiero; se sumará a los de fútbol y baloncesto.

Apenas pongo un pie sobre el campo y una nube cargada de malas memorias me azota con furia. Me llueven dolor, tristeza. En este mismo lugar, hace treinta y cinco años, recibí un golpe en la sien derecha que me dejó medio sordo y medio ciego.

Tenía sólo trece años y mi carrera como bateador era prometedora. El pícher, otro muchacho de mi edad que jugaba para las fuerzas infantiles del equipo anfitrión, hizo un lanzamiento equivocado, ilegal diría yo, y mis reflejos no fueron suficientes para esquivarlo. Nadie se ocupó de mi salud, ni de ayudar a mis padres con los gastos médicos.

Entonces, era muy joven para comprender las consecuencias de mi incapacidad, pero no tanto como para concebir un plan de venganza: Hacer dinero y destruir a los «Tigres», el equipo que destruyó mi niñez y marcó mi vida.

Miro hacia las gradas. Imagino una ovación merecida y me retiro. Bien lo dice el refrán: “Ojo por ojo…”

Ale Meza Fourzan