Con gran gusto les compartiré durante las siguientes semanas, el maravilloso resultado del MÓDULO DOS correspondiente CUENTO CORTO. Continuamos con el de BEATRIZ ARZATE.
No olviden dejarme sus comentarios.
Eusebio estaba cansado, su espalda apenas podía soportar su peso y sentía explotar su cabeza. El agotamiento era real y lo acompañaba por muchos meses ya; bastaba con verlo para percibir el color opaco y grisáceo de una piel que no había recibido atención, la mínima o elemental, probablemente producto también de una somera alimentación. Mientras terminaba de subir maletas y el termo con café, observó el deterioro que había tenido su vehículo, se dio cuenta que era la primera vez que el polvo le brincaba a la vista y el olor a sucio penetró directo y sin piedad por su nariz; pensó en tomar un trapo y pasarlo rápidamente previo a la salida, sin embargo, la procrastinación hasta en estas pequeñeces tenía un delicioso sabor.
Cuando Gloria lo alcanzó con los últimos encargos y almohada en mano ya estaban sus pocas pertenencias en la cajuela. Les habían caído las horas y el calor no auguraba comodidad en el viaje que emprenderían apenas ya. Gloria al contrario de Eusebio, se esmeró en arreglar su cabello y vestimenta más de lo habitual, aunque su lenguaje corporal distaba por mucho de la dignidad con que sus cortos rizos enmarcaban su maduro cuello. Los hermanos se entendían sin hablar, estaban tan acostumbrados a sus movimientos y a sus silencios que el hecho de comunicarse rayaba en una violación a su espacio personal. Deseaban ante todo el silencio y un cambio en la atmósfera. Llaves, seguros y candados iniciaron la despedida y con ello, hermanos juntos emprendieron el camino. Gloria, recostada en la parte trasera del vehículo, se quitó los zapatos y aprovechó el espacio para estirar las piernas; su pequeña cobija le permitió por unos minutos la ilusión infantil de abrirse a una aventura. El sol calentaba su cabeza por momentos y el mutismo, junto con el monótono ronroneo del motor, terminaron por arrullarla hasta que Eusebio no supo si estaba dormida o en ese espacio entre el sueño y la vigilia.
Dejaron atrás una casa llenos de recuerdos de infancia, «infancia normal» como la describía él, recuerdos de una adolescencia y juventud inconclusa porque al convertirse en el «hombre de la casa» tuvo que sacrificar cuerpo, mente y risas para ayudar al sustento de su madre y de su hermana, solventar someramente sus estudios para procurarse un modesto cheque quincenal. Emociones y entrañas gritaban cuando recordaba el empeño de su tiempo a esas dos mujeres con las que compartía sangre, techo y soledad.
Perdido en el sentido del tiempo y espacio, empezó a ser consciente de la fuerza que aplicaba al volante al sentir que sus uñas tocaban las almohadillas de sus manos y con ello su cuerpo reaccionó respondiendo a su propio tacto. Sin poder evitarlo, sus pulmones se manifestaron violentamente con espasmos entrecortados y fue entonces que se supo llorando. Llorar en silencio es una verdadera agonía cuando se tiene un camino recto enfrente, cuando mantener el control del volante define la integridad de dos personas y cuando no se tiene una maldita idea de cómo volver a empezar; llorar es inevitable al no saber retomar el camino, al no saber si lo vale, si solo se necesita un sendero o si lo merece. Llorar como hombre agotó completamente la energía que apenas reservaba para completar la travesía.
Eusebio se limpió las lágrimas y la nariz con la manga de su camisa y volteando al retrovisor confirmó que Gloria se encontraba en su propia prisión, insultantemente más apacible que aquella donde él estaba. Gloria siendo Gloria una vez más, Gloria para ella, Gloria por ella. Agradeció que aquello que más detestaba de su hermana le hubiera permitido por unos momentos la privacidad que tanto anhelaba y, por ende, nadie atestiguó el quiebre que acababa de experimentar, nadie nunca sabrá como llora un hombre que a media vida carece de alma.
Eusebio, ya en control de sí mismo cambió de sintonía, se reprendió por haberse permitido ese extraño paréntesis, era el responsable de llevar a su hermana con los familiares que ya la esperaban y sabía perfectamente que Gloria no compartiría con él la satisfacción de ser objeto de cuidados, atenciones y compasión, se sabía fuera de la ecuación y sí, evidentemente eso era lo mejor. Sin familia propia y sin apegos ridículos, era solo un proveedor, piedra angular de la existencia de su enfermiza, anciana y asfixiante madre recién fallecida. Era también, la pared en la que Gloria siempre se apoyó a sabiendas de que entre ellos existía la más indiferente conexión. Natura se había equivocado con ellos, natura había cometido un gris ultraje.
Tres horas después de haber emprendido el viaje, su espalda reclamó movimiento. Se estacionó frente a un restaurante al lado de la carretera, estiró la espalda y rodillas, hizo circular su cuello y sintió un pequeño tirón que lo incomodó por unos minutos. Gloria, víctima del cansancio extremo permaneció dormida y no se inmutó de la ausencia del susurro del motor. Eusebio, a propósito, cerró de un portazo y quiso reír sin obtener resultado. Entró al servicio de caballeros y después de algunos minutos, ahí, donde ocurren las grandes ideas, entre la música de fondo, el ruido lejano de los cubiertos chocando, las risas y conversaciones apagadas de los comensales, entre los mensajes impúdicos escritos en la puerta del baño y el alivio de haber liberado el cuerpo sintió un escalofrío que recorrió sus brazos. Sus pupilas excitadas seguían la serie de ideas, las ideas se convirtieron en pensamientos, los pensamientos en posibilidades y las posibilidades en una concreta oportunidad. Terminó lo suyo y de frente al minúsculo espejo vio un reflejo diferente. No reía pero ciertamente ya no lloraba, ni apretaba su mandíbula, ni le dolía engullir saliva y, al observar de frente a esos cansados ojos, inhaló profundamente. Sintió compasión por ese reflejo y fue entonces cuando agradeció mentalmente a las paredes de ese sanitario tan básico y carente de creatividad que le haya regalado —y de esa manera— eso que algunos definen como «intimidad».
Caminando pausadamente, se dirigió a la joven cajera del restaurante. Pidió le surtiera cuatro cajetillas de cigarros, tres refrescos embotellados y tres pastelillos, pagó el importe y decidió romper el ayuno verbal extrañándose casi al punto de no reconocer su sereno y grave tono de voz.
—Cuando entre una mujer con maletas, una cobija y una almohada, dígale, si me hace el favor, que se siente y ordene comida, sírvale bastante café y cuando hubiere comido suficiente, dígale, que no me espere—. Le entregó dos billetes y la cajera, perpleja, recibió el dinero y asintió sin entender bien la instrucción. Lo vio salir con sus compras del lugar, solitario como llegó.
Eusebio abrió la puerta del vehículo, colocó las compras que acababa de realizar en el asiento del copiloto, se dirigió a la cajuela y sin grandes aspavientos sacó las maletas y bolsas mismas que fueron colocadas a un lado del vehículo. Abrió la puerta trasera y con un definido tirón sacó la cobija de Gloria quien, con ojos somnolientos y rizos despeinados, no supo el por qué se habían detenido, no entendió por qué aún a esa hora no habían llegado, porqué carajos olía tanto a comida, no entendía el origen de la sonrisa de su hermano y jamás pudo perdonar que la última palabra que escuchó de él fue: “Sal”.
