José Joaquín arrojó su teléfono móvil encima de la cama. Molesto. Por tercera ocasión, fallaba en su intento de comunicarse con Teresa, su segunda esposa. Sintió que un fuerte calor le trepaba por el pecho para estallarle en las sienes. Abrió las llaves del lavabo y colocó la cabeza bajo el chorro de agua fría. Se miró en la luna de su cuarto de baño, repasó con sus dedos las escasas canas que asomaban entre sus cabellos oscuros y notó que las arrugas en su rostro poco tenían que ver con su cuerpo atlético y tonificado. Se anudó la corbata y al concluir pronunció en voz alta, según su usanza: «Recuerda. Tú no eres uno del montón».
Al abordar su vehículo, en la pantalla de su teléfono móvil apareció la alerta de un mensaje de texto enviado por su hija, solicitando dinero para pagar unas costosas clases de ballet. Le respondió ―en automático― con una negativa, pues su pensamiento lo ocupaba Teresa. Como ella era veinte años menor que José Joaquín, los celos lo aniquilaban; le resultaba difícil creer que evitara la ocasión de encontrarse con su ex novio en los viajes continuos que Teresa hacía para visitar a su madre. «De seguro amaneció en brazos de Heriberto», se torturó durante el trayecto hacia su trabajo.
Arribó a la empresa donde laboraba como ingeniero en informática desde hacía una década y se encaminó sin desviarse hacia el área de las oficinas administrativas. Se presentó ─puntual a su cita con el señor Banquells─ ante Mónica, la asistente del dueño, quien le sugirió tomar un lugar en la sala de espera.
El teléfono móvil de José Joaquín timbró. Era Teresa. Se alejó lo suficiente para no ser escuchado por Mónica y volcar sobre su esposa sus furibundos reclamos. Teresa explicó que había apagado su teléfono móvil durante la madrugada y olvidado encenderlo de nuevo por la mañana, y que su madre había pasado una noche terrible, entre vómitos y pesadillas. José Joaquín no quiso tragarse la historia.
─Me hablas así, con ese tono de pereza, porque te faltó sueño después de tu revuelco Heriberto, ¿no es así?
─¡No, no es así! ─respondió Teresa, airada, y antes de cortar el enlace agregó─: Tal parece que la enferma no es mi madre, sino tú.
Mónica llamó a gritos a José Joaquín, quien exhibía su profundo disgusto, tanto en su andar como en su apretar de dientes. Él pensó que sería recibido en ese momento, pero el voceo obedecía nada más a que el dueño ordenaba que extendiera su espera en quince minutos.
Un raro suceso terminó de amargar a José Joaquín el difícil rato que se encontraba sobrellevando: su subalterno, un novato diestro en ordenadores pero con apenas nueve meses de arraigo en la compañía, hizo su repentina aparición y fue introducido de inmediato por Mónica en el despacho del señor Banquells. Movido por la molestia más que por la curiosidad, José Joaquín exigió una aclaración. En un principio, Mónica se negó a dar detalles, pero se venció ante la insistencia de su compañero de trabajo.
─¡Ay, corazón! ─suspiró en voz alta y continuó entre bisbiseos─: Resulta que la hija del señor Banquells se tomó unas fotografías con el novio, un poco…, digamos que… atrevidas. Al fulano se le hizo fácil subirlas a la internet y al jefe le urge que un experto elimine las fotos, dizque son muchas.
─¿Quién iba a pensar que Rosita era capaz de hacer algo como eso? ─respondió José Joaquín con un balbuceo, preocupado de solo imaginar que su propia hija, quien era de la misma edad que la mayor de las hijas del dueño, cometiera un acto así de grave.
Mónica se mordió los labios y aclaró que la del lío no era Rosita, sino Juliana, la menor, y agregó que la señora Banquells había llegado al edificio a temprana hora y que desde su arribo no paraba de llorar.
El móvil de José Joaquín volvió a timbrar. Esta vez la llamada era de parte de su hija, abogando por el dinero que necesitaba para cubrir el curso de ballet. El enredo relatado por Mónica y el rostro ruborizado de su subalterno, quien en ese momento abandonaba la oficina del señor Banquells, lo motivaron a arrepentirse de su inicial negativa y a asegurarle que estaba dispuesto a pagar las clases. Retornó a su silla y cerró los ojos en lo que para él fueron unos segundos. Estaba agotado, pues bregaba para conciliar el sueño las noches en que Teresa estaba ausente por motivo de sus viajes y su separación cumplía ya dos semanas.
Mónica lo despertó de una sacudida. Él notó una extraña palidez en la cara de la asistente y le preguntó si se sentía bien. Ella negó: le habían diagnosticado cáncer. José Joaquín le aseguró que contaba con su apoyo en lo que fuese necesario; ambos se conocían bien y confiaban el uno en el otro, pues eran parte de la reducida plantilla laboral con que la empresa inició operaciones. Mónica se limpió las lágrimas con la manga de su saco y se retiró hacia su escritorio, donde a través de la bocina recibió la orden del dueño de cancelar la cita con José Joaquín, previa disculpa.
Se despidieron. Antes de descender por el elevador al nivel donde se hallaba su cubículo, José Joaquín se encerró en el baño. Abrió la llave del lavabo y dejó correr el agua fría. Alzó los ojos y los halló en la imagen que le devolvía el espejo. Los notó hundidos, pequeños, entre las múltiples arrugas de sus párpados. Advirtió la tonalidad gris de sus canas; y su cuerpo, encorvado, ya no le parecía tan atlético como lo había apreciado minutos atrás.
José Joaquín aceptó, resignado, que el tiempo pasaba, y era inconveniente desperdiciarlo en celos y en dolores. Llamó a Teresa, le pidió perdón y, antes de abandonar el cuarto, le recorrió la sensación de ser distinto aunque, a la vez, igual que todos. Fiel a su costumbre se despidió de su imagen: «Recuerda, no eres uno del montón».

Alex M. Fourzán, derechos reservados.

De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».