Ángela deslizó sus manos encima de las rodillas en un gesto repetido, antes de descender del vehículo que su madre, Rosaura, estacionó frente a la librería propiedad de don Hernán. Rosaura identificó de inmediato ese gesto nervioso de la arquitecta y se limitó a sugerirle que recordara cargar con su pulóver, pues el declive de sol venía acompañado de un viento leve, pero frío. Con un «sí, mamá», dos palabras con las que le respondía siempre, Ángela tomó su pulóver y ancló el filo de sus zapatos altos sobre la acera. Lo mismo hizo Rosaura y, con un chasquido cuádruple de tacones, se introdujeron en el viejo edificio.

El olor a letras húmedas que despedían los cinco mil volúmenes hechizó a Ángela. Tal aroma la embrujaba, la transportaba a un estado de sublime inspiración y agradecimiento ante el saber humano. Una vez recuperada de ese trance, con ojos clínicos midió la nave de muro a muro y de suelo a techo; estimó su superficie y altura. Su madre fue en pos del propietario ―con quien tenía concertada una cita― y le pidió que la esperara ahí. «Sí, mamá», repitió Ángela.

A solas y a sus anchas, la arquitecta se aproximó a uno de los anaqueles cuando las letras doradas en fondo verdoso de uno de los libros llamaron su atención. Con suavidad y cautela lo extrajo de su sitio, lo acarició, lo pesó, lo abrazó, luego lo despegó con cuidado en una página cualquiera, la olfateó y se preparó para leer un párrafo. Ángela creía que un texto abierto al azar entregaba un mensaje adecuado, exacto, a quien lo abriese con la disposición de recibirlo.

El que eligió se trataba de una novela de la autora Aileen Cheval titulada Despertar en las montañas. La arquitecta leyó: «Empecé a comportarme como lo que era, una digna hija de mi madre. Zurcí mis labios y encendí mi vista en un acto casi mágico, para no olvidar que las penas entran por las pupilas cuando se aborda la nave de los sueños».

El regreso de Rosaura, acompañada de don Hernán, la retornó a la tierra. La socialité hizo las presentaciones correspondientes entre su hija y el dueño, quien no resistió pedirle a priori su opinión. Ángela quiso hablar pero Rosaura lo interrumpió con el argumento de que era demasiado temprano para que la tuviese formada y los invitó a peregrinar entre los anaqueles para que su hija completara un recorrido.

Don Hernán le ofreció el brazo a Rosaura para que ella se apoyara en él, con un gesto de cortesía que ella aceptó. Ángela los siguió. Don Hernán y Rosaura se enfrascaron en un coloquio respecto del cual Ángela se mostró ajena, cautivada por la fragancia de los libros, su disposición, sus diferentes grosores, texturas, colores… Algunos de los pasillos eran tan amplios como para que Ángela pudiera extender sus brazos como alas y tocar, con las puntas de los dedos, los lomos de los cientos de ejemplares; otros, tan estrechos como para resistir la tentación de destapar alguno. Cerraba entonces los párpados para provocarse la sensación de un vuelo rasante, guiada por el taconeo rítmico de Rosaura.

Concluido el trayecto, con la sutil astucia que era su sello, Rosaura le rogó a Don Hernán que le sirviera un vaso con agua. El hombre, comprendiendo que lo que en realidad deseaba era un rato a solas para conversar con su hija, se apartó de ellas al instante y se enfiló hacia la oficina. El dueño bien sabía que la opinión de Ángela, una de las arquitectas más destacadas del país, y asimismo de su generación, marcaría la diferencia entre cerrar o no el contrato para asociarse con la enigmática millonaria Rosaura Barroso. Él aportaría el edificio; Rosaura, los recursos financieros para repararlo.

─¿Qué me dices, Ángela? ¿Tiene remedio esta bodega? ─preguntó Rosaura fingiendo descontento.

─Sí, mamá ─comenzó Ángela su discurso con su desgastado par de palabras y prosiguió─. En mi opinión, la reparación podrá costearse con un presupuesto bajo. El techo será nuestro principal foco de atención. Los muros aparentan fortaleza y la base podría renovarse con un conjunto de columnas dóricas al centro, en círculo, que delimiten un pequeño tablado para algún conferenciante e, inclusive, para un cuarteto. No es obvio, quizá, pero hay una buena acústica que permitiría que se diera un concierto entre estos muros.

Nadie como Rosaura para conocer a Ángela. Bastaba que su hija le entregara una mirada para que ella percibiera sus necesidades, inquietudes, gustos y fobias. Desde su niñez, Ángela se veía indefensa ante el fisgoneo inquisitivo de su madre.

─Yo quedé encantada con el lugar, y percibo que tú también ─concluyó Rosaura con una sonrisa─. Hasta sería capaz de contratarte para que también ejecutes el proyecto de restauración.

─¡Pero, mamá! Desde que me divorcié he estado trabajando hasta tarde, viajando demasiado, yendo sin freno de un proyecto a otro. Ahora apenas tengo tiempo de sobra para convivir con mis hijos. La ejecución tomará meses. ¡Ya no quiero sacrificar las horas que les puedo dedicar! ¡No lo haré! ─despotricó la arquitecta con agitación, casi a gritos.

─Tus hijos deben entender que su madre no es una persona cualquiera, sino una notable arquitecta, y que su tiempo vale oro. Estás embelleciendo nuestro país, dejando obras para la posteridad ─Ángela se molestó porque ya sabía a dónde iba encarrilando Rosaura su discurso, pero continuó─. Estoy muy orgullosa de ti desde que vi tu primer dibujo de colegiala, pues supe que no eras una niña común. He consagrado mi fortuna y lo seguiré haciendo para que tú brilles y tu nombre pase a la historia.

Ángela abrazó a Rosaura, ésta repasó con su mano los cabellos de su hija. Rosaura sabía cómo pulsar las cuerdas del corazón de Ángela para lograr lo que quisiera y sabía que desde su divorcio necesitaba muestras de cariño, mimos y saber que valía algo para alguien. Le propuso que usaran las actuales oficinas de don Hernán como un espacio para que sus hijos recalaran en él al volver del instituto, de esa manera estarían cerca de ella mientras laboraba, y hasta ofreció pasar la tarde, personalmente, a su cuidado.

En cuanto Rosaura divisó la silueta de Don Hernán abandonando la oficina con un vaso de agua en cada mano, se separó de Ángela. Odiaba mostrarse vulnerable ante las personas con quienes concertaba negocios. Tomó el vaso, dio un sorbo, luego deambuló alrededor de un anaquel, pretendiendo ocuparse en un último análisis de su decisión. Ángela y don Hernán la observaban sin hablar, inmóviles ante el eco de su zapateo. Rosaura terminó su falso momento de recogimiento y, con solemnidad, expresó su fallo al dueño.

─Mi arquitecta me ha dado su veredicto y, no solo eso, ejecutará ella misma los arreglos.

Don Hernán sonrió jubiloso y, dudando de que su ambición pasara de quimera a realidad, se atrevió a cuestionar a la arquitecta.

─¿De verdad, Ángela, usted supervisará las obras?

─Sí, mamá ─respondió Ángela dirigiéndose a Rosaura, no a don Hernán; y para sus adentros, con un dolor agridulce, añadió la frase que justo acababa de leer: «Seré una digna hija de mi madre».

Alex M. Fourzán, derechos reservados.

De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».