Amanece: intactos los escasos muebles, las mermadas esperanzas. La naciente luz solar se tumba sobre su rostro. Nacho se levanta, aunque sus ojos se hallaban abiertos ya, quizá desde un par de horas atrás. Como no corre el agua, se asea con el auxilio de un par de incómodas cubetas dentro del cuarto de baño. De sus áridas manos brota ese exagerado aroma a aceite que, por más que las refriega y talla, no logra mitigar. Se pasa por el cuerpo pleno de arrugas una toalla deshilachada y se promete a sí mismo componer la regadera cuando vuelva del taller mecánico. En automático, piensa en él, en Romeo. Te dije un montón de veces que esa mujer no era buena para ti; te rogué, hijo, que no te metieras con ella.

Se viste el overol, las botas altas y negras, se engomina el lacio cabello y prepara su almuerzo. Al abandonar la casucha, se hace la señal de la cruz sobre la frente y el torso para despedirse de la estatua de la Virgen María que empotró en la pared para su protección. Hace tantos meses que las cómodas, los suelos, las sillas, no han sido acariciados por una jerga, que la casa ─igual que la mente del dueño─ es puro polvo. Inclusive el rostro de la Virgen se tornó cenizo, como su existencia.

Nacho camina; el sol pega brioso sobre la banqueta. En el local lo aguardan sus compañeros mecánicos, la mayoría tan ancianos como él, a quienes el joven propietario asigna la tarea del día; a Nacho le adjudica el Ford blanco. Los ojos de canica brillante de la estatua de la otra Virgen María lo observan elegir la herramienta de su cajón, pero a diferencia de la figura que hace de vigía en su domicilio, esta sí está limpia. Antes de comenzar labores, Nacho se persigna de nuevo frente a ella. Él mismo insistió en colocarla ahí, cuando uno de los mecánicos murió aplastado por un vehículo que se zafó de un arnés.

Hoy, las horas se pasan deprisa, entre llaves, rechinidos y motores, martillazos armónicos y anécdotas de barrio. Lo único que permanece es el olor a lubricante que se le mete hasta las falanges. Te dije que esa Francisca no era para ti; y todavía me la quitaste, mijo, a la mala. ¿Ves?, ¿qué ganaste? Te dejó por otro, como me dejó a mí. El alma se le viene en pedazos, en palabras que se confunden con los tornillos que toma de la caja y coloca entre sus labios apretados. Se las soltará mañana domingo, cuando vaya a visitar a Romeo en la clínica.

Hacia las seis de la tarde, cuando se cansa el sol, los empleados abandonan el taller; Nacho no. Está empeñado en asegurar ese tubo de escape y enciende todas las luces. Uno de sus compañeros lo cuestiona:

─¿Y a ti, Nacho, te molesta trabajar para un mocoso?

─No ─responde Nacho─, lo que me molesta es que ese mocoso ocupe el lugar de mi Romeo.

Romeo dejó la escuela a los trece para aprender de mecánica. Nacho accedió y, con su guía, Romeo se fue haciendo diestro en remediar abolladuras, aplicar pintura, reparar motores. Poco a poco se ganó la confianza del propietario porque atraía clientes y localizaba piezas usadas a un buen precio. En cinco años, Romeo auxiliaba en la gerencia cuando el patrón deseó retirarse y le ofreció que le comprara el negocio, despacio, a plazos; la oportunidad no era para despreciarse y cumplió con el trato.

A partir de la compraventa, la situación mejoró para Nacho; se paseaba por el local dirigiendo a los mecánicos mientras su hijo ampliaba el negocio viento en popa, hasta que en sus vidas apareció esa mujer que los enamoró a los dos, para jugar. Francisca introdujo a Romeo con unos maleantes con quienes compartía la parranda, el juego y las drogas. A un año de haber pagado el taller, lo perdió en una partida de dados. Romeo pidió a su acreedor un solo favor, que no despidiera a su padre. ¡Cuánto perdiste esa noche, mijo! La misma noche en que te jugaste el negocio, ella quiso volver a mis querencias, pero yo la despaché pa´ siempre.

─¿Ya terminó el encargo, don Nacho? ─cuestiona el desesperado propietario.

─Sí, terminado.

Nacho se persigna otra vez. Agradece a la Virgen que lo salvara de algún accidente y regresa a la casucha donde vive sin compañía desde hace ocho meses. Se enjuaga de nuevo a cubetadas, enojado por no haber tenido tiempo de arreglar la bañera. Se talla el cuerpo, en especial, las manos olorosas a grasa. Se acuesta, cansado del trabajo y de los diálogos imaginarios que lo acosan durante el día. ¿Viste que tenía razón, mijo? Cierra los ojos. Ya mañana se lo dirá.

Amanece el domingo. El sol llega a lo alto. Nacho aguarda turno en la clínica de rehabilitación donde internó a Romeo. Tiene en su garganta todas las palabras juntas, como las piedras que apila el río en sus orillas. El guardia lo llama; su hijo aparece delante de él, flaco, con cara de luto, demacrado. No hablan.  Romeo llora. Padre e hijo se miran, y en esas miradas de dolor no caben las palabras porque los ojos lo dicen todo.

Alex M. Fourzán, derechos reservados.

De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».