Gabriela llegó al salón de eventos del Hotel Castillo. Los varones ahí reunidos se pusieron de pie en cuanto la vieron entrar, pero tal cortesía fue la única que recibió por parte de ellos durante el resto de la reunión convocada con carácter de urgencia. Era menester para la empresa resolver la encrucijada de las mucamas, por lo que los accionistas instruyeron a don Roberto, uno de los consejeros, para actuar en consecuencia y reunirse con José, el administrador general próximo a retirarse, y con Raúl, el representante de los empleados, con quien Gabriela había mantenido una relación amorosa.
La mesa cuadrada, decorada con mantel fino y un enorme ramo de flores al centro, ocupaba una esquina del salón que el Hotel destinaba para las bodas y banquetes, donde cientos de sillas apiladas y decenas de mesas fungían como testigos del agrio encuentro entre los cuatro. Un mesero les sirvió café con diligencia y, a petición de Gabriela, retiró el adorno de la mesa.
─Me resta visibilidad de sus personas, señores. Joven, a ver, abra las cortinas de estos dos ventanales ─ordenó Gabriela; sus ojos verdes y su cabello rubio se iluminaron cuando se filtró la luz del mediodía─. Pues bien, comencemos.
José, a quien le restaban quince días en su encargo, tomó la iniciativa y explicó el sacrificio económico que había implicado el remplazo de los colchones del área sur del complejo y los de los cuartos aledaños a la piscina, los mismos que fueron los primeros en infestarse de la plaga gracias a la negligencia de las mucamas. En cuanto Raúl escuchó la palabra «negligencia», dio un trago a la taza que el mesero apenas había puesto frente a él y expresó que la propagación de la plaga se debió a la incorrecta información que recibieron las mucamas, y que ellas estuvieron en riesgo al hacer su trabajo aún con los guantes de plástico puestos.
Don Roberto escuchaba, paciente, ocupado en revisar los diversos documentos y facturas que le extendía José, quien expresó que el promedio de costo por pieza había sido de ocho mil pesos. Gabriela también echó un vistazo a los papeles y pidió la palabra para aclarar que el precio de cada colchón en el mercado era de veinte mil pesos. José reaccionó con enojo ante el comentario de ella, pues si bien su función era apoyarla durante la transición en lo que ella lo relevaba en su puesto, las fricciones entre los dos tenían a la empresa en vilo.
─Solicité un fuerte descuento en la mueblería y se me concedió ─adujo José.
─Sí, pero a cambio de un fuerte descuento en la próxima convención mueblera en la que hospedaremos a sus directivos, quienes exigieron cuartos al lado de la piscina ─replicó Gabriela.
Don Roberto, extrañado, cuestionó a José el por qué no se le había puesto al tanto de la convención. Raúl aprovechó la ocasión para pelear su batalla.
─¿Son conscientes de que no contarán con suficientes mucamas para acoger la convención? Ellas insisten en irse a la huelga si no reciben un aumento en su salario.
Raúl dio otro sorbo a su café para observar las reacciones de sus interlocutores, calculando si la granada que lanzó había surtido el efecto que deseaba o tenía que lanzar la siguiente. Luego, fingió arreglarse la servilleta de tela que tenía sobre las piernas y miró de reojo los muslos de Gabriela, apenas cubiertos por una breve falda de seda oscura. Tras unos segundos, José se enfrascó con Raúl en una acalorada discusión acerca de los derechos laborales, ignorando por completo a don Roberto y a Gabriela. José insistía en que las mucamas jamás estuvieron en peligro y Raúl precisamente en lo contrario.
Don Roberto aprovechó la oportunidad para acercarse al oído de Gabriela y consultarle si era posible la contratación inmediata de una flotilla de mucamas temporales para dar la vuelta al problema, a lo que ella respondió que sí era posible, que de hecho había entrado ya en pláticas con un par de compañías dedicadas al alquiler de los servicios de sirvientas para casa habitación. Él sonrió complacido: no se había equivocado al recomendarla para sustituir a José.
Cuando Raúl sintió que la plática con José llegaba a punto muerto y que Don Roberto estaba enfadado, dio un giro perspicaz a la conversación para sacar a relucir el caso de los jardineros, quienes en meses anteriores sufrieron de reacciones alérgicas tras la utilización de un fertilizante americano.
─No estoy a cargo de la administración de una unidad médica, Raúl, sino de un hotel ─argumentó Gabriela en defensa de la compañía─. Desde que firmaron su contrato de trabajo, consintieron una dispensa que nos redime de cualquier responsabilidad.
José soltó una risita y prefirió callar. Los conocía bien, a los dos, ambos habían sido sus empleados; estaba enterado de su frustrado romance y sabía que Raúl se sentiría humillado por Gabriela.
─¿No eres capaz de ponerte en el sitio de una de las mucamas, o de uno de los jardineros, Gabriela? ─inquirió Raúl, enojado.
─Esto no es personal, Raúl ─intervino por primera vez don Roberto en la sesión.
Como representante de los accionistas, don Roberto tenía el deber de calmar los ánimos de Raúl y velar por que no surgiera un conflicto mayor entre la empresa y los empleados. Sus instrucciones directas eran las de solucionar el problema costara lo que costara.
Gabriela fingió que era requerida en la recepción y se disculpó con los presentes para liberarse por unos momentos de la tensa reunión. Entró en el vestidor contiguo a la piscina para encender un cigarrillo, donde Raúl la alcanzó un par de minutos después. Él conocía que ese espacio, de ordinario desocupado, era el lugar preferido de Gabriela para refugiarse cuando necesitaba meditar alguna decisión importante.
─¿Qué haces aquí, Raúl? ¿No ves que este es el vestidor exclusivo para damas?
─Me importa un bledo. Dejé a don Roberto tratando de presentarme excusas porque necesitaba un cigarro. ¿Me das una fumada del tuyo?
─Antes lo tomabas sin permiso ─dijo Gabriela, y se lo extendió rozando a propósito sus dedos.
─Antes, cuando no eras la gerente general del Hotel Castillo, ni yo el Delegado del Sindicato de Trabajadores Hoteleros, todo cambió, tú cambiaste. ¿Por qué?
─José es el mejor amigo de don Roberto. Si se retira es por motivos de salud y no por otra razón ─dijo Gabriela evitando responder a propósito la pregunta de su antiguo novio─. Don Roberto suele cubrirle la espalda a José. Y en cuanto a ti, pues… te tiene miedo. Termina con el cigarro, si gustas.
Gabriela salió del vestidor moviendo las caderas. Raúl la siguió con la vista clavada en ellas. Siempre le había gustado, desde que la conoció cuando no era más que una simple recepcionista. Ella sabía que a pesar de que habían terminado su relación, él aún la deseaba y pensó en sacar ventaja de ese hecho. Raúl dio un par de fumadas, tiró la colilla al suelo y rodeó la piscina, presuroso, para abrirle la puerta de ingreso al salón de eventos. Don Roberto y José reían a carcajadas de asuntos privados que solo ellos comprendían, mas en cuanto se percataron de su llegada pusieron sus caras serias.
José retomó el tema y aseguró que la decisión final quedaría en manos de Gabriela, quien como nueva administradora general era libre de contratar una flotilla temporal de mucamas en relevo de las que desearan declararse en huelga, a lo cual Raúl replicó lamentando que el asunto hubiese sido reducido a una mera sustitución, como si se tratase de un juego de vajillas o de escobas y no de un grupo de personas de carne y hueso.
─Comprende que las mucamas nunca estuvieron en riesgo, Raúl ─dijo José de nuevo saliéndose de quicio─ y nosotros tenemos que preparar el hotel para la convención mueblera.
─¿O sea que se le dará finiquito a la situación sin analizarla a fondo como ocurrió con el caso de los jardineros?
─Los defiendes porque fuiste uno de ellos, Raúl. Tú bien sabes que los fertilizantes americanos son inofensivos, tú mismo sentías predilección por ellos cuando eras jardinero, ¡por Dios!
La frase, cuyo velado objetivo era lastimar el amor propio de Raúl, detonó otra discusión entre ambos. Don Roberto se puso de pie para despedirse de Gabriela. En su camino para abandonar el salón le hizo un par de solicitudes. La primera, que comprendiera que el demérito en la salud de José y su cansancio físico le impedían tomar decisiones precisas, pero que confiaba en que ella sabría tomar las adecuadas.
─En cuanto a Raúl, necesito tu ayuda. Los accionistas no desean enfrentar una huelga; ni una demanda, ni indemnizaciones. Negocia con él, presiona con lo de la flotilla, pero al final concédele el incremento al sueldo de las mucamas. Lo mínimo.
─Sí, señor; lo tengo resuelto.
Se despidieron. Ella se dirigió a la mesa donde reinaban el sonido del golpeteo de la pluma sobre la superficie de la mesa que Raúl provocaba con sus dedos inquietos y el alboroto de los papeles que José revolvía sin sentido. Gabriela advirtió que era oportuno terminar la agonía del silencio.
─Gracias, José, por atender esta reunión. Vamos, Raúl, te invito a fumar un cigarro a la orilla de la piscina. Vamos a dialogar.
José se retiró, gustoso de que le quitaran de los hombros el peso de tener que seguir arguyendo con Raúl, mientras que este y Gabriela se enfilaron hacia los jardines. Ella meneaba las caderas, como si con el vaivén ahuyentara el recuerdo de su doloroso rompimiento con Raúl, convencida de que para empezar con el pie derecho en ese nuevo puesto habría de pelear guerras de hombres con armas de mujer.
Alex M. Fourzán, derechos reservados.
De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».
