Cuando alguna persona me pregunta cuál es mi procedencia, me gusta responder que soy nacional del aire. Nunca, como mis padres, he sentido arraigo por un territorio en particular. Recorro el mundo como azafata, la insuperable profesión para un espíritu libre como el mío. Desde que ocurrió la gran tragedia en el pasado mes de septiembre, las aerolíneas reforzaron las medidas de seguridad, y los viajantes, en general, limitaron sus excursiones vía aérea a las cuestiones laborales o a las urgentes. En consecuencia, ahora paso la mayor parte de mi tiempo sobre la tierra. Tomo mi libreta para inventar historias acerca de los pasajeros que conozco entre los pasillos de las naves que me acarrean de una metrópoli a otra, así alivio los dones de mi imaginación y olvido los rumores de futuros recortes que nacen a diario entre los mostradores de la empresa.
¿Cómo será pasar la mayor parte de tu vida en el aire, soportar la falsa presión de esta cabina día tras día? Siempre odié viajar. Observo a esa señorita, azafata, que se esfuerza por complacernos y brindarnos una atención presta y amable. ¿Tendrá tanto miedo como yo? Quisiera preguntárselo.
Los recortes han alcanzado a algunos empleados. Ninguno está a salvo; ni los administrativos, ni los operativos, como es mi caso. Varias compañeras azafatas fueron despedidas la semana anterior. Quienes conservamos nuestro empleo nos esmeramos en parecer en extremo cordiales y en hacer gala de entereza, la cual nos falta igual que a cualquier persona ante la posibilidad de que suceda un nuevo atentado. Nuestras vidas corren el riesgo de irse en picada, como nuestros sueños y metas… aun así, mi «tierra» es el aire.
Desde que mi hijo enfermó, cada lunes tomamos este vuelo desde la Ciudad de México hacia Los Ángeles. Es nuestra rutina y, al parecer, la de ella también.
En las ocasiones en que estoy en Los Ángeles, disfruto de mi pequeño departamento y entrego mis tardes a cuidar de las plantas del desierto que coloqué en la azotea; tan pronto arribo a la Ciudad de México, me instalo en un mesón y sigo con los ojos a la gente que cruza el Zócalo para entrar en la Catedral a dejar sus rezos. ¿Cómo será trabajar en el Palacio Nacional o como vendedor ambulante? Sorbo mi café y escribo mis historias en una libreta. ¿Rezará esa mujer por su hijo enfermo frente a un altar?
Mi hijo ya mueve sus brazos, aunque con dificultad; de sus piernas, mejor no hablemos: le pesan como dos yunques. Menos mal que me sobran energías para cargarlo de una silla de ruedas a otra, que cuento con recursos para pagar consultas médicas, estancias en clínicas y hoteles, boletos de avión. Menos mal que estoy para él.
¡Pobre muchacho! Trece años. Es la edad que indica su pasaporte. Cada lunes, auxilio a su madre a ingresarlo en la cabina, a acomodarlo en su asiento y a cargar sus valijas y su tanque de oxígeno. Menos mal que tiene a su madre. No sé por qué, de pronto recuerdo las plantas de mi azotea, que echan raíces. Después del accidente en el que mis padres perdieron la vida, me quedó el temor de amar a alguien, pero los ojos de ese joven me regalan tanta paz… provocan un sentimiento en mí, casi maternal.
Tuvimos un vuelo terrible. Mi hijo gritó demasiado. Seguro que es la presión de esta maldita cabina la que revienta en sus oídos y lo hace chillar. Pasamos cuatro horas en el infierno.
El muchacho presenta mejoría. Le entregué a la madre un frasco con las pastillas que me recomendaron para evitar molestias auditivas por el efecto de la presión. Estoy en la Ciudad de México, observando el agitado trote de la gente. El planeta entero trota, puedo sentirlo con solo cerrar mis ojos. Quizá me parezco a mis plantas más de lo que creo, quizá también necesito una poca de tierra en dónde echar raíces. Cruzaré el Zócalo y caminaré dos cuadras adicionales para visitar a mis abuelos. ¿Viven? ¿Viven con la pena de haber perdido a su hijo y a su nuera? Primero entraré en la catedral para rezar por el muchacho.
Hoy no está la azafata, la que me anima con su sonrisa. Indagué el motivo de su ausencia y me enteré de que fue recortada. ¡Qué tristeza! Me hubiese gustado que viera a mi hijo entrar por su propio pie en la cabina del avión. Fue dado de alta. Ya puede hablar y decir «mamá» con un balbuceo parecido al que emitía cuando bebé. El dolor pasa porque es de aire, es aire al aire.
Alex M. Fourzán, derechos reservados.
De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».
