Jordano se asomó por tercera vez al puente, como si no lo hubiese hecho ya, estudiando palmo a palmo los viejos ladrillos. Ni una seña, ni una pista de lo que pudo haber sucedido, salvo por el cadáver de un hombre en estado de descomposición. Situaciones como esta las había vivido antes, pero nunca se había sentido distraído, como fuera de sí.
─¡Jordano, Jordano! ¡Regresa! ─le llamó a gritos el Inspector, su jefe. Jordano dirigió la luz de su linterna para iluminar sus pasos hacia la patrulla. Era el único policía que quedaba en el área, por lo que le ordenó─: Deja espacio a la unidad especializada, Jordano. Ya has ayudado bastante. Adiós, a descansar. Ve donde tu mujer, tus hijos, o lo que tengas.
Jordano se despidió a regañadientes. Era desconcertante, mas cierto, que el jefe desconocía la vida privada de su subalterno, pues ante ninguna persona hablaba acerca de su intimidad. Esa noche, Jordano encajó la llave en el cerrojo de la puerta y abrió su casa, su mundo, donde pasara lo que pasara durante el día, hallaba refugio del mundo real, en el que era un agente de policía de la Estación de San Bernardo.
La mañana siguiente, Jordano decidió pedir la anuencia del Inspector para regresar al río, pero su secretaria le explicó que se hallaba atendiendo el reporte de la desaparición de dos infantes en su trayecto a la escuela. Uno de ellos era el hijo de un alto funcionario de la alcaldía. El caso le recordó a otro que tenía bajo su mando y no terminaba por resolver, al menos en papel; una abuela secuestró a su propio nieto para salvarlo del padre abusivo, cansada de la lucha infructuosa por obtener la custodia legal.
Jordano alcanzó al Inspector en la sala de prensa, quien se apreciaba sudoroso y presionado. El policía le refirió que había alcanzado a divisar dos diferentes manchas de sangre sobre los ladrillos del puente, que bien podrían ser un indicio de la presencia de dos personas y no nada más de una, o sea, de la víctima.
─Alguien más salió herido, alguien que quizá huyó usando la vereda misma del riachuelo ─exponía Jordano para convencer al Inspector.
─Interesante, Jordano, pasaré tu comentario a la unidad especializada, pero no autorizaré que vuelvas al sitio. Vete a descansar. ¿No te corresponde hoy tu descanso, hombre?
Jordano abandonó el edificio de un modo atrabancado y en su andar echó al suelo un jarrón de flores que adornaba el escritorio de la secretaria del Inspector, a quien apenas pidió disculpas de una manera fugaz. Sentado en la banca de un parque, frustrado, pasó las horas reflexionando sobre las vicisitudes de su existencia y sobre cómo la violencia había permeado en sus propios actos, al punto de no haber retrocedido para levantar el jarrón. Por la tarde, se detuvo en una floristería para encargar un ramo; de noche, tras dar un par de vueltas por la ciudad, arribó a su hogar, su guarida, donde ya lo esperaban con las luces encendidas. Giró la llave y se perdió de nuevo en su universo.
Al día siguiente, uno de los compañeros de la unidad especializada lo recibió en la puerta de la Estación de San Bernardo para felicitarlo por su hallazgo y confirmarle que había acertado, que los rastros de ADN en las manchas de sangre confirmaban que se trataba de dos personas. Le comentó asimismo que el Inspector deseaba verlo de inmediato, por lo que Jordano subió por las escaleras pleno de satisfacción y, antes de ingresar en la oficina de su jefe, observó de reojo que un nuevo jarrón lucía sobre el escritorio de la secretaria, quien le agradeció el detalle con un susurro: «Disculpa aceptada».
El Inspector lo recibió gustoso y lo felicitó por su aportación al caso del asesinato en el puente. Añadió que el hijo del funcionario había sido localizado ―para fortuna de la Estación― y le dio una nueva comisión. Un joven de diecisiete años disparó en contra de los tripulantes de un vehículo conducido por su madrastra; luego, se suicidó. Acabó con las vidas de todos, excepto con la de un bebé de un año; se sospechaba que la creatura era fruto del romance clandestino entre el muchacho y su madrastra.
─Ocúpate de ese niño, Jordano, y avísame cuando lo hayas entregado en custodia a los servicios estatales. Por cierto, ¿tienes avances respecto del último secuestro?
─No, jefe, lamentablemente ninguno.
Jordano se desvió de su camino al sitio del tiroteo para transitar por la calle Coronado, donde se tenía reportado el último domicilio de la abuela del otro expediente ministerial. Reconoció a la mujer y al niño, quien sonreía feliz a su lado. ¿Qué sentido tenía separarlos a sabiendas de que el menor iría a dar a manos de su opresivo padre? Jordano suspiró y retomó su ruta, satisfecho de los pequeños éxitos que de vez en vez se daba a sí mismo en nombre de la justicia.
Esa noche, tras una jornada agotadora, giró la llave y abrió la puerta de su domicilio. Ahí podía olvidarse de los dolores ajenos, de las pesadillas de otros; ahí encontraba por fin unas horas de paz.
Alex M. Fourzán, derechos reservados.
De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».
