La audiencia final está por comenzar. Mi cliente es una joven que afirma que su tía abusó sexualmente de ella.. Nunca me creí la patraña desde que la vi entrar en mi oficina vestida como una prostituta. Ese cuerpo que ella exhibe con coquetería no merece ser tratado con respeto. Demasiadas curvas. El juez es varón. Me pregunto si ya reparó en cuán voluptuosa es la ofendida y si comparte mi opinión; parece que no, la escucha sin observarla, la mira sin engancharse en sus senos o en sus piernas gordas. La ve y la oye como si se tratara de una piltrafa de mujer. Inconcebible, aunque benéfico para nuestra causa.

El padre de mi cliente prometió pagarme una fortuna si logro poner tras los barrotes a su hermana, quien nació siendo su hermano. Es un transexual al que odia. Me inclino a creer que, además de la historia pública de una herencia disputada entre dos hermanos, en el fondo existe otra, secreta. El solo pensar en ello me provoca escalofríos. Quisiera que este asunto terminara, cobrar mis honorarios y olvidarlo enseguida.

El tribunal dicta un receso. Abandono la sala y me dirijo al baño para darme un chapuzón debajo de las llaves del lavabo. Cuando las cierro, no ceden, se estancan. El agua empieza a desbordarse. Los grifos de los lavatorios contiguos explotan al unísono y el líquido brota ahora por doquier. Mi traje de gala se moja. El agua se acumula mientras trato infructuosamente de cerrar las llaves. La inundación me cubre los zapatos; en un minuto, alcanza mis rodillas. Intento salir por la puerta pero tropiezo, me empapo, me sumerjo. Luego vuelvo en mí. La voz de un abogado enfurecido que pretendía ingresar a los sanitarios me saca de mi estado subconsciente. Me sucede seguido, desde mi infancia, eso de imaginar desastres, de soñar despierto.

Dejo el lugar, la prensa me sigue, atosigándome con preguntas. Mi cliente es de alta sociedad y, por lo tanto, sujeta al escrutinio público. Doy de brazadas entre ese mar humano en mi reingreso a la sala. Es el turno de la acusada. El fiscal es implacable con ella, o con él. Le hace preguntas directas, incómodas aún para los que no tenemos que responderlas. Sin saberlo, el fiscal trabaja para mí. Luego, cede la palabra al abogado defensor.

¿Qué haré con la pequeña fortuna que me voy a embolsar? Pienso en ello al tiempo que los testigos que cité dificultan la labor del leguleyo. Cuando los escuché por primera vez, casi me trago el cuento; casi. Soy desconfiado y ese cuerpo, bueno…, ese cuerpo que reposa a mi lado en la silla contigua me relata un enredo diferente al de humillaciones, años de silencio y vergüenza familiar que narran los declarantes. Ese cuerpo me habla de placer y de contubernio.

Un fuerte vendaval se suscita afuera del edificio. Las ramas secas de los árboles golpean con fuerza los ventanales. Mi atención muda de las pantorrillas de mi cliente a divagar. Imagino que un tornado pasa por encima nuestro. Primero, los cristales estallan al unísono, la lluvia penetra y cala a todos por igual. Luego, en un crujir seco de vigas, en un sosiego que dura unos segundos, aparece el ojo del huracán seguido de la furia que desprende el techo para revelar un cielo gris. El viento levanta en espiral las sillas, las mesas, las alfombras, los hombres y las mujeres. Reina el caos, la anarquía, y el juzgado entero es succionado por un ciclón de aire y oscuridad.

Vuelvo en mí, mi cliente encaja sus uñas puntiagudas en mi antebrazo. Su roce me excita. Es mi turno de interrogarla por última ocasión. Pasamos los dos al frente; ella ocupa su sitio en el estrado. ¿Cómo puede el juez permanecer ecuánime, indiferente? Ese cuerpo tuvo que haber provocado la lascivia en la tía, o tío. Me concentro en mi papel. Mi función es volver el reloj atrás, a esos días, de hace un año, cuando aún era virgen y no conocía de otras caricias que no fueran las que recibía de su padre y de su madre quien, por cierto, se fingió loca y se auto recluyó en un hospital psiquiátrico al iniciarse el proceso penal en contra de su cuñada. Es comprensible.

Mi defendida y yo bailamos con gestos y palabras un tango bien aprendido. La conduzco a un estado de suma tristeza; las lágrimas se asoman y amenazan con estropear su exagerado maquillaje. Cambio. Con una frase estudiada enciendo su ánimo, la guío hacia la ira, sus puños aprietan la bastilla de su falda mínima y ella alza la voz cargada de frustración. Es fácil. Lo he hecho varias veces, con otros clientes.

El policía que custodia el fondo de la sala enciende un cigarro. Suelta el cerillo al suelo. ¿Y si hubiese caído sobre la alfombra? La víctima no pudo resistir más. Sus lágrimas corren como tinta negra manchando sus mejillas. Esconde su bochorno y su cara enrojecida detrás de sus manos. El juez reacciona, ¡por fin!, reacciona. Advierto un temblor en sus movimientos y en sus palabras. Se aprecia que está fuera de control y cierra de golpe el cuaderno en el que estuvo haciendo apuntes durante la audiencia. Insisto, ¿y si el cerillo hubiese dado en el tapete? El fiscal palmea la espalda de uno de sus asistentes con satisfacción, el abogado defensor enfoca su mirada en su portafolios ―sabe que la tiene perdida― mientras que el padre de mi cliente me dedica una discreta sonrisa.

El juez dicta un nuevo descanso, regresará en unos minutos para comunicar su veredicto. Nos solicita permanecer en el interior de la sala. Esto es extraordinario. Los magistrados suelen tomarse hasta tres horas antes de darlo. Lo tiene resuelto en su corazón. La tía es culpable, todos en la sala están convencidos. Todos menos yo, que sigo con los ojos al policía que fuma, displicente, en los pasillos. Va a apagar su cigarro, del cual le resta la colilla. La lanza al aire, esta da de giros, cae y el gendarme la aplasta con la suela de su calzado, la extingue. No, no moriremos calcinados en un incendio. Mi mente vuelve al momento que vivo. El juez retorna, la prensa se alista. Hoy, la muerte no es noticia, porque el dolor que provocó el incesto en el seno de una familia adinerada ganó la primera plana.

Alex M. Fourzán, derechos reservados.

De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».