Ese viernes, como los dos anteriores, los asistentes volcaron en ella su morbo y curiosidad. No era una paciente cualquiera, se trataba de la niñera de la hija que Rubí, la super modelo, engendró con el Guapo Inclán, el famoso actor, boxeador y empresario, muerto cinco meses atrás en medio de un escándalo de excesos y drogas. ¿Para quién trabajaba ahora?, ¿necesitaba siquiera de un sueldo? Se decía que la fortuna de el Guapo había sido encauzada a un fideicomiso del cual las beneficiarias eran ella y la niña de ocho años que había estado bajo su crianza desde su nacimiento. Su rostro no era pues una incógnita, sino asaz conocida, porque en fechas recientes aparecía de continuo en las revistas y en la sección de espectáculos de los diarios internacionales. La persona que estaba a su derecha, que asistía por primera vez a la sesión, se atrevió a preguntar lo que todos sabían.
─¿Eres tú la niñera de la hija de Rubí, la modelo?
─Me llamo Dolores ─respondió con timidez al tiempo que acomodaba su lacio cabello tras las orejas y se acomodaba el vestido.
La sesión de auto ayuda dio inicio. Primero habló una adolescente, quien aseguró que había sido violada por su tía ―bueno, por su tío―, que el juicio había sido oscuro, horrible; que nadie creía en ella, ni su propio abogado. Su testimonio era desgarrador. El grupo respondió dándole ánimos. Enseguida habló un hombre que se declaraba celoso de su joven esposa y neurótico; luego, un policía de la Estación de San Bernardo que se confesaba contagiado por la violencia que combatía a diario.
Cada historia era trágica. Dolores trataba de seguir el hilo de lo que se decía, pero su mente estaba en otra parte. Pensaba en por qué Rubí le hacía la vida imposible en lugar de mostrarse agradecida. «Soy más madre yo de Lorenita que ella; ese ha de ser su coraje». Le había prometido a la tía de el Guapo Inclán que esta vez sí hablaría, no como en las otras dos reuniones a las que enmudeció frente a los asistentes. Respiró profundo, para que el aire le inundara los pulmones y le diera valor.
«Mi hijo murió hace tres años, asesinado por un vecino. Un maleante que, con engaños y aprovechándose de mi ausencia y de la de mi esposo, subió a mi hijo a la casa del árbol que tenemos en el jardín. Allá arriba lo mató. Tardamos tres días en hallarlo. Creímos en un principio que se había perdido. El olor, al tercer día, nos alertó». Creyó que lo dijo, sintió que lo dijo, escuchó que lo dijo; mas, por la cara de sus interlocutores y del dirigente de la asamblea, no estaba segura, así que continuó. «Hace nueve meses, el señor para el que trabajaba, sin conocer mi historia, mandó construir una casa en un árbol para su hija, como regalo por su cumpleaños. La tía de mi jefe, que sí sabía de mi historia y es una mujer consciente y muy sensible, trató de convencer a su sobrino para que desistiera de la obra. Por supuesto que el Guapo no quiso echar abajo la construcción».
Comenzó a llover. Los pacientes fijaron su vista en la ventana que daba a la calle, a través de cuyo cristal se observaba la limosina en que arribó Dolores, donde a bordo la aguardaban la tía de el Guapo y el chofer de la familia.
El revuelo de las palabras de Dolores no se hizo esperar. O al menos eso creyó ella cuando escuchó en su cabeza cuestionamientos tales como: «¿Entonces el Guapo era un desconsiderado? ¿Y Rubí?, dicen que es drogadicta? ¿Es cierto que el Guapo te heredó la mitad de su fortuna?».
Esta era la historia que pasaba por su cabeza, sus figuraciones, por eso rehusaba a hablar. Al abordar la limosina, la tía de el Guapo la consultó.
─Y este grupo, ¿te gusta, Dolores? ¿Ya pudiste hablar, desahogarte?
─Sí, señora.
─Me alegro. El próximo viernes también vendremos contigo ─lo dijo en plural, refiriéndose al chofer, quien asintió con discreción.
Dolores mintió. La asamblea concluyó sin que pudiera decir palabra, temerosa de que se repitiera en ese grupo lo que en los otros en los que la atención se desviaba hacia Rubí y el Guapo Inclán. Prefirió olvidar el asunto. Ya pondría un pretexto el siguiente viernes.
El vehículo se perdió en una densa llovida que enjuagó calles, aceras y señales, árboles y jardines, soledades y penas, quizá para siempre.
Alex M. Fourzán, derechos reservados.
De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».
