Una brisa curiosa jala los cabellos verdes de los sauces que custodian el río. Es primavera y el sol se acuesta sobre las baldosas de la Escuela Secundaria Número Uno. Los alumnos no están, ni los maestros. A las seis, el director recibe a don Leoncio, el conserje, con un reproche encubierto: «Más vale tarde que nunca, ¿verdad?». Su labor consiste en limpiar durante la madrugada la oficina, los talleres, los sanitarios, los patios y las pocas aulas con que cuenta el colegio.

El conserje, quien tiene el defecto de ser impuntual y la manía de responder con dichos y refranes, finge no oír el reclamo y abre la puerta del cuarto oscuro que le sirve como almacén donde sus instrumentos duermen ―igual que él― durante las primeras horas del día. Cepillos, trapeadores, palanganas, franelas para sacudir, líquidos para lustrar, para retirar el polvo, para eliminar olores, para borrar las pizarras, salen de su letargo cuando los acomoda uno por uno en un fatigoso carro amarillo, cojo de una rueda, para comenzar su jornada.

Leoncio enciende las lámparas del primer salón y, conforme va aseando, va prendiendo las bombillas de los espacios por donde pasa. Para el conserje, las luces encendidas son como las notas que califican su labor cumplida. Calcula su itinerario para hacer una pausa, en punto de las diez, en el aula del maestro de matemáticas, donde es usual que sigan transcritos sobre la pizarra los problemas algebraicos que el catedrático encarga a sus alumnos como tarea.

El hombre elige dicha aula por dos razones. La primera es porque se trata de la más lejana de las oficinas administrativas, hecho que lo salva de la incomodidad de ser el cómplice involuntario de las fechorías del director, quien alrededor de tal hora suele abandonar su despacho en compañía de alguna de las maestras o de su secretaria. «En boca cerrada no entran moscas», se repite mentalmente para evitar que en las asambleas bimensuales se le señale como compinche del patrono.

La segunda es porque aprovecha el rato para tomar un descanso. Abre su caja de lámina para extraer el sándwich que sostiene con una mano, mientras que con la otra sostiene una tiza y se entretiene en resolver las ecuaciones matemáticas que resplandecen de blanco sobre la pizarra.

Leoncio fue ingeniero civil, antes, en otra vida vivida en esta misma. Se casó joven, bregó con esfuerzo de una empresa a otra hasta montar la propia. Su esposa enfermó y el costo de mantenerla sana y de extender su existencia provocó que perdiera las inversiones financieras generadas en sus épocas de bonanza.

Una voz lo espabila de su concentración aritmética.

─No lo podía creer cuando me dijeron que todavía trabajas aquí. Estás desperdiciando tu vida ─le reprocha René, su hermano, y continúa su alegato con un tono de desencanto─. Hace diez años que vine a buscarte y ¡mira! Te encuentro igual.

─¿Diez años? ─repitió Leoncio mirando al suelo─. Pareciera que fueron tres. ¿A qué viniste?

─Me divorcié. Perdí mi casa, mi negocio. Ella acabó conmigo, me dejó arruinado, solo. Me voy a probar suerte en otro lugar, ¿te animas a ir conmigo? ─indaga René con la esperanza de una respuesta satisfactoria.

─No ─dice Leoncio con seguridad.

─Hazlo por Lupita. A tu mujer no le hubiera gustado verte… así. Hubiera preferido que fueras «alguien». ─Leoncio baja la vista y René sigue─. ¡Vaya, hermano! Creo que no te acuerdas de ella. Te olvidaste hasta de ti mismo. ¿Ya no quieres ser «alguien»?

─No ─repite Leoncio.

René se siente contrariado. Observa los garabatos de Leoncio y hace una mueca que evidencia su desazón. En vez de alargar su retahíla para sacar a Leoncio de su indolencia y probarle con lo exhibido en la pizarra que su intelecto todavía lo acompaña, prefiere guardar silencio. Lo detiene la visión del overol mal abotonado que viste su hermano, su barba descuidada, crecida, su barriga prominente, sus uñas negras, sus manos agrietadas de lejía y soledad. Al dar la media vuelta para abandonar el aula, solo atina a preguntarle.

─¿Cómo hiciste, hermano, para olvidar?

─Ojos que no ven, corazón que no siente ─responde Leoncio con uno de sus dichos, que ni siquiera es apropiado para el caso.

René se marcha y Leoncio retoma su rutina, inmutable. Arrastra con flojera los pupitres y los escritorios, lava a medias las ventanas y las superficies, repasa los muebles con el trapo del desgano. Apila la basura como apila los meses y los años. La escuela no reluce como espejo, pero qué más da. No existe en el pueblo quien desee su cargo, ni quien sea discreto como don Leoncio. El director lo sabe.

La luna decide, por fin, ir a coronar el montecito. Los grillos canturrean para acunar las fatigas de los pueblerinos que dormitan. Don Leoncio encamina su carro cojo hacia el almacén, mientras apaga las lámparas. En la puerta del sanitario, una inscripción se revela: «Te amo, Lupita». Las palabras no lo conmueven. En su mente, un eco le confirma que nunca amó a alguna «Lupita», que nunca poseyó ni perdió nada, que nunca padeció de dolor, que ojos que no sienten, corazón que no ve.

Alex M. Fourzán, derechos reservados.

De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».