Gonzalo abre la puerta de la habitación que, de ordinario, el gerente del Hotel le reserva cada seis meses. La Feria del Vino atrae a cientos de turistas a ese pequeño pueblo chileno incrustado en las montañas, tanto que la alcaldía decidió convertirla en un evento que se repite dos veces por año para dar oportunidad de participación a los negociantes y proveedores nacionales y extranjeros que suelen provocar que la localidad se sature.
Entre las obligaciones laborales de Gonzalo como sumiller se encuentran la de asistir a la Feria y catar, cuando menos, quince vinos distintos de los recientemente lanzados al mercado. Debe rendir un reporte minucioso y evaluar su vista, olfato, gusto y precio. Un «sí» de Gonzalo garantiza el consumo de una cierta botella y, por ende, fuertes ganancias para sus empleadores.
Quince copas es una suma inmensa; para evitar alcoholizarse, debe permitir que transcurra un lapso breve de dos horas y media entre cada una, y otro largo, de doce horas de abstinencia y reposo para desintoxicar cuerpo y mente antes de repetir el proceso.
Gonzalo ingresa en su habitación; la toma como si fuese suya, así la siente. Enciende lámparas y puebla los armarios, se apodera del escritorio y ordena su papelería. Una mosca interrumpe su concentración. Extrañado, la sigue hasta el cuarto de baño para matarla, revista en mano, donde encuentra otra mosca más. Liquidadas ambas, concluye su tarea y se tiende a dormir.
La siguiente mañana, el sumiller cruza la calle. Va silbando entre las rúas diagonales y adoquinadas del pueblo y arriba a la Feria. Bellas edecanes reciben a los transeúntes debajo de las carpas instaladas en la plaza por las vinaterías; en su centro, cobijadas por una arboleda, figuran algunas mesas largas con sus sillas cómodas, desde las cuales Gonzalo divide su atención entre la impresionante vista de la cordillera andina y los múltiples paseantes. De pronto, extraña a su esposa. Piensa en llamarla pero decide esperar a estar de vuelta en el hotel.
─Tengo miedo; todo el día he estado agobiada, deprimida ─explica esa misma noche su mujer al otro lado del teléfono.
─Es tu visita de rutina, me aseguraste que serías capaz de acudir sin mi compañía ─alega Gonzalo fingiendo paciencia.
─Si recaigo en el cáncer, nos vendremos abajo: tú, yo, nuestros cuatro hijos.
─¿Me amas?
─Estoy cansada, buenas noches.
El final de la llamada roba a Gonzalo el descanso que necesitaba y, por si tal no fuese suficiente, el zumbido provocado por el revoloteo de una decena de moscas lo despierta más temprano. Frustrado de no poder acabar con ellas, opta por un rápido baño y formula una queja ante el gerente del hotel antes de encaminarse a la Feria. El hombre solo argumenta que el inmueble sufre de plagas menores en ciertas áreas y ofrece asignarle otra habitación sin garantizarle el cambio, puesto que el hotel ―como la ciudad― se encuentra abarrotado gracias al evento.
La segunda jornada transcurre aburrida, tediosa, para Gonzalo. Incapaz de apartar de su mente la cita médica que su esposa enfrentaría con el oncólogo, ingiere la tercera copa y calcula la hora en que su mujer estaría abandonando el consultorio. La llama más de tres veces. No hay respuesta. Preocupado, apura el lapso entre la cuarta y la quinta copa con tal de resguardar su impaciencia en el hotel, pero al abrir la puerta de su habitación se enfrenta a un asqueroso espectáculo. Más de cincuenta moscas a medio morir zumban, adheridas, a la puerta de cristal que da hacia el balcón. El olor a pesticida es leve pero persiste en el aire.
De inmediato, el sumiller se apersona en la recepción y exige infructuosamente un cambio de habitación. Solo recibe la ayuda de una comitiva de empleados que se aboca a acompañarlo para liquidar el mosquerío y la promesa de descuentos económicos para su próxima estadía. El episodio provoca que olvide llamar a su esposa, de quien recibe un mensaje que lee en la carátula de su teléfono móvil: «El médico salió de su consultorio para atender una emergencia, así que no me recibió hoy. Estoy ocupada, no me llames esta noche».
La madrugada encuentra despierto a Gonzalo; el zumbido que provocan en su ánimo las palabras de su mujer es menos tolerable que el de las decenas de moscas que encontró esa tarde. El calor y la irritación lo empujan a buscar aire fresco. Sale al balcón y aspira profundo. En el contiguo, una dama cubierta de los hombros hasta las rodillas con un camisón transparente fuma displicente mientras observa el pequeño escándalo organizado por las carcajadas de un grupo de turistas. Tan pronto ella advierte su presencia, le sonríe y le ofrece un cigarrillo. Gonzalo lo rechaza sin titubear y, luego de unos segundos, se atreve a preguntarle si hay una plaga de moscas en su habitación. Ella lo niega en medio de otra sonrisa y, justo cuando el sumiller se dispone a dar una explicación, un caballero aparece detrás de la mujer, la abraza y besa en el cuello, masajea sus senos y le ordena: «Ven acá». Ella se despide con una tercera sonrisa.
Para Gonzalo, la inesperada escena de amor que acaba de atestiguar es un recordatorio de una de tantas vivencias compartidas con su esposa en esa misma villa. Ella solía acompañarlo a la Feria; de hecho, ese mandato de la empresa restaurantera se transformaba en un gustoso escape para los dos, hasta que un hijo le sucedió a otro. Con el tiempo, la esposa se abstuvo de acompañarle y comenzó a laborar para ayudar a la economía familiar. «Nuestro fuego se está muriendo, nuestro amor se está infestando de moscas», reflexiona Gonzalo con nostalgia y se retira a la cama.
Desvelado, y arrastrando por la escalinata cuerpo y ánimo, la mañana siguiente Gonzalo se instala en el parque central de la Feria. Contrario a los dictados de su costumbre, apura las cinco copas, adquiere una botella por su cuenta y se la bebe brindando con los curiosos que miran de reojo a ese hombre extraño, de traje y portafolios, que baila sobre las mesas. Entre tumbos, arriba a su habitación de hotel. Más de quinientas moscas revolotean en su interior. El zumbido es mayúsculo. Ebrio como está, intenta darles muerte, mas el vocerío convoca a otros huéspedes y a los empleados. Gonzalo cae al suelo, inconsciente.
El sumiller despierta en el departamento de urgencias del hospital de la villa, deshidratado y con dos puntadas en la frente. Los abultados senos de su vecina de cuarto son los primeros en aparecer frente a su borrosa visión. Ella le refiere el episodio de su desmayo y que fueron ella misma y su novio quienes se encargaron de internarlo en el nosocomio.
─¿Dónde está mi teléfono móvil? Debo hablar con mi esposa.
─¿Con Isabela? ─pregunta la mujer; Gonzalo asiente─. Disculpe, no pude evitar leer el último mensaje que había en la carátula de su móvil cuando lo trasladamos acá. Ella ya está avisada, no se preocupe.
La mujer encuentra el aparato en los bolsillos del pantalón de Gonzalo, el cual reposa con el resto de sus pertenencias sobre una silla y se lo entrega en mano.
─Mi novio es el médico en turno ─agrega la mujer al tiempo que corre la cortina que brinda privacidad a la cama donde reposa el sumiller─. Le avisaré de que ya despertó.
Gonzalo la ve marchar y lee el mensaje: «No tengo cáncer. Sí, aún te amo».
La vecina vuelve en compañía del doctor quien, después de obsequiarle un regaño y un par de recomendaciones, inquiere a Gonzalo que firme su alta si es su preferencia. El sumiller aclara con sinceridad que prefiere pasar la noche ahí antes que volver al hotel.
El galeno, comprensivo, parte con su novia tras un «descanse usted», dicho con complicidad. Tan pronto se halla solo, telefonea a Isabela.
─Quisiera estar allá ahora mismo. Desprenderme de mí, hacerme polvito y viajar por el aire hasta llegar al cuarto del hospital en donde estás. Sea como sea, la Feria que viene, iré contigo. Lo tengo decidido ─le asegura su esposa.
Gonzalo sonríe. Con dos terribles noches sin dormir y una resaca a cuestas, pero aliviado del zumbido de la plaga y del dolor que se asomaba a su vida, por fin esa madrugada pudo descansar.
Alex M. Fourzán, derechos reservados.
De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».
