Un ruido trepidante emitido por su teléfono móvil marcó su hora de despertar. Aún así, como era su costumbre, Lía realizó un par de llamadas de negocios cobijada por la pálida sedosidad de sus sábanas. Salió de la cama empujada por sus obligaciones para darse una ducha tibia y tomar un desayuno ligero. Luego, se abocó a vestirse. Se subió las medias de color neutro, despacio, acariciándose generosamente las rodillas y sobre todo la entrepierna, donde se detuvo durante unos minutos hasta exhalar un apretado suspiro. Completó su ajuar con una falda ceñida, de tela satinada verde limón, una blusa blanca y unos zapatos del mismo tono de las perlas con que adornó sus orejas y su cuello.

Se apuró a arribar a su oficina, donde pasó las primeras horas de su jornada metida en lo suyo, el diseño de interiores, luego en dos asuntos de los agrios ─de esos que le desagradaba resolver─, originados en el seno de la empresa que heredó tras el fallecimiento de su padre hace cinco años: el finiquito de un gerente por falta de presupuesto para cubrir su salario y la autorización de otro préstamo que la mantuviera a flote. Si bien había recibido la compañía con provechos, también con una larga lista de conflictos y desventajas.

A eso de las tres de la tarde se desabotonó la falda para liberar su vientre, agotada y dispuesta a disfrutar del pollo asado a la pimienta que de ordinario su asistente mandaba traer para ella desde el restaurante vecino. En mitad de la comida recibió una llamada de su hija.

─Mi tarjeta de crédito fue rechazada en el supermercado. No pude comprar pañales para el bebé.

─Bueno, pues que los compre uno de los papás…

─¡Ay, mamá, no empieces!

Lía le prometió a su hija arreglar el problema con el banco de inmediato y tomó la bocina del aparato de intercomunicación para solicitar a su asistente que resolviera el imprevisto, pero en ese momento se apareció este para comunicarle una mala noticia. Un incendio voraz arrasó con el contenido entero de una de las bodegas de la compañía heredada. Por fortuna, no hubo daños superiores a los materiales. Lía ordenó que le reservara un asiento en el siguiente vuelo al sitio donde ocurrió el desastre, que era su ciudad de origen.

Esa noche, de vuelta en su casa, se puso su bata favorita y se sirvió un enorme vaso con jugo fresco. Luego se introdujo en su espacioso baño para comenzar su ritual nocturno de retirarse el maquillaje por completo.

Con un pañuelo despojó de rímel sus pestañas, una por una. Repasó con cremas sus cejas y sus párpados y roció su cara con jabón líquido para después lavarlo con agua tibia. Con otro pañuelo, retiró de sus mejillas los remanentes de polvo cosmético y de nuevo enjabonó y enjuagó su tez, ahora con agua fría. Se dio unos ligeros golpes en la barbilla y en la frente antes de tomar una toalla tersa y secar su rostro de sur a norte y del centro hacia afuera. ¿Por cuántos años llevaba ejecutando el mismo ritual? No lo sabía. El sueño la venció pensando en su padre y en qué haría él para enfrentar la merma de la bodega.

Al amanecer del día siguiente, su chofer, quien asimismo lo fue de su padre, la trasladó desde su casa al aeropuerto. Ajena al paisaje que podía apreciarse desde su cristal durante el trayecto, Lía tuvo que atender un sinnúmero de reclamos y cuestionamientos por parte de los clientes de la zona donde se ubicaba el inmueble calcinado, quienes ―estando ya al tanto del siniestro― necesitaban saber si sus pedidos serían entregados a tiempo.

─Disculpe, ¿me dijo algo? ─le preguntó al chofer entre una y otra llamada─. Me pareció escucharlo hablar.

─No, señora, simplemente estoy orando.

Sentada ya en la cabina del avión se cuestionó si era posible que ella pudiera orar después de tanto tiempo. Cerró los ojos e invocó a Dios, pero nada sucedió y descendió de la nave convencida de que Dios era uno más de los legados de su padre que se iba menguando.

La ciudad le pareció pequeña. Hacía dos años que la había visitado por última vez. La visión de la bodega quemada la devastó en su interior. Fue la primera que tuvo su padre, de la que levantó un emporio. El encargado del territorio la llevó a las pequeñas oficinas adyacentes del complejo principal ─las únicas que se habían salvado del fuego─ para que firmara lo relativo al cobro del seguro contra daños.

Entrada la tarde citó a Emma, su amiga de la infancia y eterna confidente, para encontrarse con ella en el restaurante del hotel donde se hospedaba. Mientras esperaba, veía con envidia los besos apasionados que el tipo de la mesa contigua le arrebataba a su mujer. En más de una ocasión, Lía se reprochó el haberse negado la oportunidad de casarse de nuevo por atender las voces ajenas que le advertían de no «poner en riesgo a la niña», la misma niña que decidió declararse bisexual a sus treinta años y quedar embarazada de un amigo, con el consentimiento de la mujer con quien vivía.

Llegó Emma. Se saludaron con un abrazo y disfrutaron de su cena intercambiando fotografías y anécdotas para ponerse al corriente. Una llamada de Tomás interrumpió la plática de sobremesa; Lía pronunció un par de frases y puso aparte su teléfono móvil. Su amiga, intrigada, pidió explicaciones, y ella confesó de qué modo había conocido a Tomás.

─La novia de mi hija insistió en que debían formar una familia para consolidar su unión y, puesto que ella es estéril, obligó a mi hija a concebir y dar a luz a Joel, mi nieto. El padre es un amigo de ambas. En un principio estuvo de acuerdo en ser su cómplice, en embarazar a mi hija y seguir con la comparsa, pero en cuanto nació mi nieto se prendó de él. Hoy reclama sus derechos legales de padre, como era de preverse.

─Dime si estoy entendiendo, amiga ─dijo Emma para aclarar el enredo─. El niño tiene tres padres, pero tú pagas los pañales. Tu papel en esa historia es ser su abuela, comprarle regalos, juguetes, consentirlo….

─Sí, pero algo complicó las cosas. Tomás, el hombre que justo acaba de buscarme, es el padre del papá de mi nieto Joel. Así fue como nos conocimos, poco antes de que naciera mi, bueno, nuestro nieto. Desde que rechacé su última propuesta de matrimonio, me llama a diario. Él no habla, solo me escucha, pues me aseguró querer estar al otro lado de la línea cuando por fin la acepte.

─No veo la complicación. ¡Tienen un nieto de un año y medio en común! Ámense y dedíquense a ser abuelos. Creo, con el corazón, que necesitas darte una oportunidad. Te la debes ─Emma advirtió un velo de aflicción en el rostro de su amiga y, tomándole de la mano, agregó─: Lía, no existen vidas perfectas. La compañía por la que vivió y murió tu padre se desvanece poco a poco. No te desvanezcas junto con ella.

Las amigas se despidieron con un abrazo. Al momento de irse a dormir, Lía leyó un reclamo de su hija, enviado vía mensaje de texto: «Mi tarjeta de crédito aún no sirve. Aseguraste que lo arreglarías». Estuvo a punto de girar instrucciones a su asistente, pero se abstuvo. Miró con desidia la cadena de cremas y jabones, en tamaño miniatura, con la que realizaba su ritual nocturno al hallarse de viaje. Se limitó a echarse agua sobre la cara, a secarla con la toalla del hotel y a cobijar sus lágrimas con las manchas rojizas, doradas y negras que quedaron estampadas en la tela. Lloró por la pérdida de la bodega y por lo que ello significaba en lo moral más que en lo financiero. Se fue a la cama y, por primera vez desde que su padre había muerto, oró.

A su regreso, su chofer la recogió en el aeropuerto. Despegó la mirada de su teléfono móvil y disfrutó del panorama que las calles ofrecían. Se atrevió, incluso, a canturrear una canción.

─Señora, viene usted muy alegre. ¿Fue su viaje placentero?

─No. Perdimos una bodega y mi hija está furiosa conmigo porque olvidé reactivar su tarjeta de crédito.

Se reclinó sobre el asiento y siguió con su canturreo. Ese era el momento de dejar el dolor en el pasado. Quizá el verdadero objetivo del viaje a su ciudad natal fue el de rescatar su verdadero yo de entre las cenizas y regresar a su cotidianidad siendo una mujer distinta. Pondría la empresa en liquidación y, a las ocho, cuando recibiera la llamada de Tomás, le diría que deseaba verle.

─Señora, como su papá siempre decía, hay que preocuparse más que ayer…

─… pero menos que mañana ─Lía completó la frase y dejó caer su cabeza de nuevo en el respaldo de su asiento.

Alex M. Fourzán, derechos reservados.

De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».