«Para aquí: este es el lugar que me recomendaron». Lucinda abrió la puerta del automóvil por sí misma y descendió tan pronto Arturo, su chofer, lo aparcó. Luego, se dirigió al dependiente del local callejero para solicitarle una arepa rellena de pollo con queso. Arturo se apuró a alcanzarla y a pagar el precio del platillo. Ella le propuso que ordenara asimismo lo que gustara cenar, a lo que él respondió que no era necesario. Lucinda le reclamó el negarse a acompañarla y el hombre explicó que recién había decidido vigilar su sobrepeso y abstenerse de ingerir harinas en su dieta diaria. Lucinda soltó una carcajada que provocó que Arturo se sonrojara. Este, acostumbrado a callar, permaneció en silencio.
El mesero reconoció a Lucinda y coqueteó con ella cuando le entregó el plato. Ella lo ignoró y se dedicó a saborear su arepa sin levantar la vista, concentrada en el sabor del queso derretido. Dos clientes que la observaban se animaron a preguntarle a Arturo si la mujer era Marilú, la cantante de moda en América Latina y, como él asintió, le pidieron un autógrafo.
Lucinda no solo conversó con sus seguidoras sino que aceptó hacerse un par de fotografías a su lado, bajo la estrecha vigilancia de Arturo, quien siguió de cerca la escena, temeroso de la reacción de Lucinda, a quien le molestaba ser interrumpida mientras tomaba sus alimentos. Al despedirlas, ella les preguntó si la canción que recién había estrenado en la radio era de su agrado y ambas respondieron que sí. Lucinda sonrió complacida.
En el trayecto hacia el hotel, la cantante le pidió a Arturo uno de sus cigarrillos. Lo encendió y dedicó unos minutos a esculpir figuras de humo con las exhalaciones de su boca. Contenta, respondió a una llamada en su teléfono móvil.
─Sí, mamá, estoy en Colombia todavía. ¿Me veo bonita en el espectacular? No, no estoy fumando. Ya sé que el cigarrillo marchita mi piel. Te veo pronto.
Al día siguiente, Lucinda, acompañada de Arturo, se presentó en la sala de una antigua pinacoteca donde se llevaría a cabo una sesión fotográfica para la promoción de una marca comercial. Fue recibida por Viviana, quien le pidió recostarse en una camilla y le masajeó las piernas y los brazos. Al oprimir su abdomen advirtió una hinchazón irregular. Le inquirió, molesta, qué hubo cenado la pasada noche y, como Lucinda aseguró que una fruta solamente, Viviana estalló en un enojo mayúsculo.
─¡Arturo, Arturo! ─llamó a gritos al chofer─. ¿Qué fue lo que cenó Lucinda?
─¡Qué sé yo, Viviana! A mí no me involucren en esto. No se me paga para ser su nutricionista ─se defendió Arturo.
Viviana laboró como masajista cuando joven, años antes de convertirse en la agente artística de María Lucinda Escalante Godoy, alias Marilú, por esa razón se empeñaba en realizar ella misma las fricciones al estar de gira. Lucinda alegó que modelaría un abrigo y no un bikini, que el escándalo armado por Viviana estaba de sobra y que le disgustaba que Arturo y ella hablaran de su persona como si estuviera ausente. El fotógrafo irrumpió en el improvisado vestidor y registró a Lucinda con la mirada, de pies a cabeza.
─¿Le parece que mi vientre está inflamado? ¿Soy tan horrorosa como aseguran estos dos? ─lo retó la cantante.
─Para nada, yo te veo espectacular, Marilú ─respondió con prudencia el fotógrafo─. La sesión está por comenzar. Acompáñame.
Lucinda giró el cuerpo para marcharse y dedicó a Viviana y a Arturo un gesto reprobatorio. Durante la sesión exhibió su sonrisa, mas no su buen ánimo. Fumó más de la cuenta para enfado de quienes también participaron en ella: maquillistas, estilistas, encargados de guardarropa, técnicos en iluminación… El fotógrafo advirtió a Lucinda de que el exceso de cigarrillos acabaría por marchitar su piel y Viviana aprovechó el momento para devolver a su representada el gesto de reproche.
Concluida la jornada, uno de los anfitriones hizo notar que el tráfico de la avenida donde se ubicaba la galería se encontraba obstruido por cientos de seguidores que aguardaban pacientes la salida de Lucinda. La cantante se alegró. Era adicta a la fama, la gozaba, a excepción de las ocasiones en que se escabullía con Arturo como la noche anterior, sin escoltas y sin Viviana, para cumplirse un capricho o un antojo, o cuando deseaba evadir el acoso constante de la prensa.
Antes de abandonar el lugar, Viviana sugirió a la cantante otorgar a un diario local una entrevista fuera de la agenda. Lucinda aceptó, aunque el cansancio la vencía y tenía el pensamiento puesto en su hija de seis meses, quien estaba al cuidado de su esposo. Preguntó a su agente si este respondía a sus llamadas mientras la fotografiaban, Viviana dijo que no y abandonó el vestidor. Lucinda se quedó reflexiva, casi al borde de las lágrimas.
─Arturo, ¿puedo hacerte una pregunta? ─inquirió la cantante; el chofer asintió─. ¿Crees que soy una mala madre?
─No, no lo eres ─respondió Arturo con certeza, y se animó a decir algo más por primera vez─: ¿Puedo preguntarte ahora yo, Lucinda? Dime, ¿no te cansas?
Lucinda lo miró con extrañeza.
─¿De qué? No comprendo.
─De estar preguntado a todos por la opinión que tienen de ti, de… justificarte.
Nunca persona alguna se había atrevido a cuestionar de ese modo a Lucinda. Ni su agente, ni su esposo, ni su madre. La cantante se molestó por un instante, mas respondió con honestidad.
─Sí, sí me canso.
─Entonces ya no lo hagas ─le aconsejó Arturo, y agregó─: Eres rica, famosa, bonita. Tienes un esposo que te apoya, la bendición de tener una hija, una representante que te cuida tanto o igual que tu madre. Deja ese vicio; y no, no me refiero al del cigarrillo, me refiero al de consultar tu vida con todos, que ese sí que te está marchitando.
Lucinda fijó su atención en el ventanal. Lloró. La gira no terminaría pronto. Ella misma la extendió, preocupada por consolidar su popularidad en ese territorio. Arturo fingió interesarse en un periódico para que ella se sintiera con la libertad de expresar sus emociones, mas Viviana regresó en ese momento y, al encontrar a la cantante en tal mal estado, reprendió a Arturo.
─¿Qué le hiciste, Arturo? ¿Qué le dijiste?
─Nada, Viviana, a mí no me involucres ─replicó con la frase de siempre.
Viviana abrazó a Lucinda y, en ese abrazo, sintió su cansancio, su dolor de extrañar a su bebé y a su esposo. Procuró calmarla refiriéndole que su marido justo acababa de enviar un mensaje para refrendarle que ambos se encontraban en perfectas condiciones. Añadió luego que mandaría traer a una de las maquillistas. Lucinda estuvo a punto de consultarle si creía conveniente que interrumpieran la gira, sin embargo solo suspiró.
─¿Estás bien? ─preguntó Viviana.
María Lucinda Escalante Godoy miró a Arturo de reojo y permaneció en silencio por primera vez en mucho tiempo.
Alex M. Fourzán, derechos reservados.
De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».
