MARTES

Me voy a la cama recordando aún lo que acabo de cenar, en mi saciedad, atrapada en la extraordinaria sensación de tener el estómago inflamado gracias a una gran cena. Quizá debí traerme un par de galletas adicionales, pues cuatro no serán suficientes para pasar las horas de la madrugada. Si trabajara un poco más ―o lo mismo, pero me pagaran mejor― podría comprar un mini refrigerador e instalarlo junto a mi cama, en el espacio que ocupa el horrible ropero que heredé de mi abuela. «Heredar» no es siquiera la palabra adecuada. Mi mamá lo extrajo de casa de ella antes de internarla en el asilo de ancianos. «Será temporal», me dijo cuando a duras penas lo hicimos pasar por la estrecha puerta. Lo odio. Odio que bloquee mi salida por el lado oeste de la cama, odio su espejo que me sentencia. Tal pareciera que en él no solo se refleja mi gordura, sino también mi constante deseo de comer. Y es que nunca me sacio, nunca.

Mañana me portaré bien con Lalito, el niño con discapacidad. Su mamá sabe agradecer mi paciencia con bolsas de pan dulce; y mi discreción, con rosquillas. Mientras que yo no dé parte a la administradora de la guardería de los problemas que provoca el comportamiento del menor, ella me seguirá sobornando con diferentes tipos de golosinas. Me pregunto qué clase de sacrificios hace esa madre para sacar a flote a su hijo y qué será de ambos si en el futuro le niegan a Lalito el ingreso en el jardín de infantes. Pienso en ellos y la angustia me devuelve el apetito. Tendré que levantarme por un vaso con leche. Si tuviera ese mini refrigerador aquí, a mi lado, me ahorraría un viaje a la cocina.

MIÉRCOLES

Paré en la mueblería para echarle un vistazo al mini refrigerador. Es costoso. Su precio equivale a un mes completo de mi salario. Tendría que dejar de vestir, transportarme; en fin, de comer durante dos quincenas para poder adquirirlo. Difícil. La caminata me dejó exhausta. Cuidar de Lalito requiere un esfuerzo mayor al de cuidar de todos los niños de la guardería en conjunto. Aún en su inocencia lo sabe, pues es perceptivo. Me tiene afecto porque lo trato con amor y sin prejuicios. A la salida, le propuso a su madre que me agasajaran mañana con un pan de muerto. En lo personal, no me gusta celebrar el Día de los Muertos. Eso de rendirle culto a la Parca y levantar un altar para los fallecidos me resulta tétrico. Prefiero celebrar el Día de las Brujas. ¡Es tan divertido! Las madres disfrazan a sus críos de monstruos, momias, arañas, duendes… y los adultos les comparten dulces.

Mi abuela murió en el verano pasado y en el mes de noviembre; mi madre levantó un altar con su fotografía acompañados de los alimentos y las bebidas que solía degustar. Le reclamé argumentando que no era momento de honrar a mi abuela, sino de sacar ese horrible ropero de mi recámara y romperlo en pedazos. Molesta, se encerró en su cuarto. Yo arrasé con cuanta comida y alcohol dispuso encima del dichoso altar para adornarlo. La alborada siguiente, al constatarlo vacío, creyó hallarse en presencia de un milagro. ¡Ja! Cada uno ve lo que quiere ver. Este año, mi madre instaló de nuevo el retablo. Evito enfrentarla, paso de largo hasta mi recámara. Entro en mi habitación, el ropero me mira. El espejo se traga mi figura, mis ideas, mis sueños. Para esquivarlo, me concentro en el mini refrigerador y en cómo ahorrar dinero para comprarlo.

JUEVES

La mamá de Lalito apareció puntual con mi pan de muerto bajo el brazo. Me lo comí enterito de regreso a casa. Pensé en abrir la puerta y decirle a mi madre: «Me corrieron de la guardería, pero te prometo que estaremos bien porque encontré otro empleo». Venía dispuesta a exponérselo así, sin rodeos, pero la hallé con un hacha en la mano partiendo en pedazos el ropero, así que dejé mi explicación para otro momento. El espejo estaba hecho añicos. «Tu abuela no volverá, jamás volverá ─decía entre lágrimas─; la perdí, la perdí para siempre. Sé que el año pasado tú te comiste lo que puse en el altar, pero yo quería un milagro». El ropero era el último recuerdo que mi madre conservaba de mi abuela, pero a la vez un recordatorio de su precipitada acción de ingresarle en el asilo público del que no salió con vida. La abracé para tranquilizarla y le repetí mi razonamiento de aquel entonces: que el mal de mi abuela era progresivo, que ni ella ni yo contábamos con recursos económicos ni tiempo para cuidar de ella.

Se apaciguó, dejó el hacha a un lado y me invitó a la cocina para cenar juntas. Entonces hablé con ella acerca de ocurrido en la guardería. La administradora se enteró por terceras personas de la enfermedad de Lalito y mandó llamar a su madre para notificarle que no sería aceptado un día más. Ante las miradas atónitas del resto del personal, la enfrenté y le pedí compasión para ellos. Encolerizada, me despidió aduciendo que si tanto me importaba el menor podía seguir atendiéndolo, pero fuera de las instalaciones de la guardería. Tomé mis cosas y salí del sitio. En la escalinata me aguardaba la mamá de Lalito para ofrecerme que lo cuidara en su propia casa y un salario que me permitirá comprar, sin tantas renuncias, el mini refrigerador.

Me despierta el calor, ando a la cocina por un vaso con jugo. Veo el ropero roto, el altar deshecho. Ya mañana levantaré las ruinas. Me detendré en el cuarto de mi madre para constatar que se encuentra bien, que duerme en paz. No quiero pensar siquiera en el dolor que sentiré la mañana en que me quede sin su compañía.

Alex M. Fourzán, derechos reservados.

De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».