Hola amigos, comparto con ustedes otro cuento corto resultado de mi más reciente taller, llamado «Taller de los sentidos» en el que exploramos las discapacidades visuales, auditivas, motoras e incursionamos en el mundo de la irracionalidad.
El turno es de «Los últimos rayos de luz» de Gabriela Tanner.
Hace apenas unos meses acudí al médico. Después de varios estudios, mi diagnóstico fue que perdería la vista poco a poco.
—No hay nada qué hacer —dijo el médico.
Al escuchar la noticia sentí desvanecerme; un sudor frío recorrió todo mi cuerpo, pero con un gran esfuerzo mantuve la serenidad. Al salir del consultorio, mi esposa Martha empezó a llorar.
—Ni una lagrima más, querida —le insistí—, yo estaré bien.
Limpié mis lágrimas con mis manos. La abracé por un largo rato, sentí su corazón latir junto al mío. El sol de aquella mañana de verano nos envolvió. «Que el tiempo se detenga», deseé. Ya de regreso en el rancho, Martha y yo decidimos adaptarnos a mi nueva condición. Le hablé a Don Francisco quien ha trabajado por años con nosotros.
—Pronto perderé la vista— le advertí. Don Francisco se sorprendió y no supo que decir—. ¿Usted, podría hacerse cargo de lo que yo no pueda hacer?
—Claro que sí —respondió—, no se preocupe, Don Manuel, para lo que se ofrezca aquí estoy.
—Muy bien, continuaremos con la siembra de flor y alfalfa como cada año, no hay razón de parar.
Me quedé solo y empecé a dudar si en verdad todo funcionaría.
Una noche me desperté sobresaltado, abrí los ojos y todo era oscuridad, me levanté a tientas de la cama, apresurado, caminé hacia donde creía estaba la ventana, toqué la cortina, la fui corriendo despacio y ahí estaban miles de estrellas brillando con total indiferencia, sentí un gran alivio al verlas. «Aún no, aún no», me dije.
Decidí salir a respirar el aire fresco, pronto amanecería, me alejé algunos pasos, percibí atrapado en el aire un fresco rocío. Miré el cielo, sobrecogido, empecé a llorar. Lloré desconsolado por mucho rato, me dejé caer de rodillas y renegué a gritos. Al no quedar una lágrima más me invadió una paz inexplicable y me dirigí a Dios. «Bien, Señor, aceptaré tus designios con valor».
Con el paso de los días sabiendo que pronto perdería la vista, me dediqué a observar todo a mi alrededor con detenimiento; mi mundo, los campos cubiertos de flores, el verde de la alfalfa. Desempolvé los álbumes de fotos y me puse a recordar: mi hogar, mis fotos favoritas, Martha sonriendo junto al mar, mi hija Elisa dando sus primeros pasos, mi nieto Joaquín con un chipote en la frente aquel día que se cayó. Tantos recuerdos maravillosos que jamás olvidaré.
Los días se han acortado, vientos fríos se avecinan con el invierno. Las cosechas ya se han levantado y la tierra ahora aguarda serena hasta la próxima siembra.
Como un atardecer, los últimos rayos de luz se apagaron en mis ojos, la oscuridad en el umbral me esperaba silenciosa. Sin poder ver, con ayuda de mi bastón, me acerco a la puerta, mi hija y mi nieto llegan de visita.
—¡Abuelo, abuelo! —grita mi nieto y me abraza.
—¡Qué si has crecido, Joaquín! Anda, pasa, ahorita vamos a jugar.
Martha prepara el café, estando sentada con mi hija se hace un silencio.
—No estés triste, Elisa —le digo.
—¿Por qué lo dices, papá?
—Porque ahora veo con mi alma el alma de los demás.
Extiende su mano y toma la mía con fuerza. Le digo muy bajito casi susurrándole:
—Estoy bien, hija, estoy bien, ya he hecho las paces con Dios.
© Gabriela Tanner
Lee también «Sosiego» de Ivette Acosta
«Alicia ya no es ella» de Miriam Cereceres
¿Deseas leer los textos producto de los anteriores talleres?

Echa un vistazo a mi último libro de relatos
