Los norteamericanos decretan God, bless America no como una plegaria sino como una sentencia: Dios bendice a América. Tras tres años de vivir en sus tierras aún trato de comprenderlo.
─Finalmente, ¿sabes jugar golf? ─, preguntó Normand, el dueño de la compañía.
─ No, señor ─, respondió mi esposo.
─Te aconsejo que aprendas a jugar, pues seguramente representarás a la empresa en uno que otro torneo de beneficencia… estás contratado. Pasa al departamento de recursos humanos para que firmes la papelería. Felicidades.
Con el usual apretón de manos, Normand y mi esposo sellaron la entrevista laboral, en una escena que tuvo lugar hace varios años, mismos que le han dado a mi esposo cierta experiencia y gusto por el golf, al punto que me sentí contagiada por él.
Meses después de iniciado mi entrenamiento casero, llegó el día que tanto temí: el del primer torneo del verano. Esa mañana desperté nerviosa y convencida del mal papel que haría en el campo. Arribamos a un lujoso club y recobré la confianza en mí misma, poco a poco, gracias a las sonrisas de las edecanes que nos guiaron a través de las actividades incluidas en el programa: una rifa por aquí, una exposición de pintura por allá
─Joseph Hernandes y Julio Mora serán nuestros compañeros. No los conozco, creo que trabajan para la filial de Nuevo México ─me confió mi esposo en voz baja al tiempo que aseguraba nuestras bolsas de palos en la parte trasera de nuestro carrito.
─¿Compañeros? Creí que jugaríamos en pareja, no en cuarteto ─repliqué y mi nerviosismo regresó.
Rogué al cielo en secreto que se tratara de latinos, como nosotros, pero me equivoqué. Si bien, lucían una tez igual de morena que la mía, se trataba de un par de caballeros nietos de inmigrantes, es decir, latinos de tercera generación que poco sabían decir en español.
─Mucho gusto mi’ja ─me dijo Joseph.
«¿Mi’ja?». Tal vocablo obedece a la contracción de dos palabras «mi hija» que se utiliza para referirse a eso, a una hija, o en todo caso a una nieta o a una sobrina, pero no a la esposa de alguien a quien apenas te han presentado, ciertamente. Disimulé mi enfado, les pedí que hicieran caso omiso del adagio «las damas primero» y que me permitieran ser la última en turno.
Hoyo uno: propiné tres golpes sobre el césped antes de atinar a la pelota.
Hoyo tres: aprovechando una distracción de los señores, acerqué la pelota ilegalmente al agujero y clamé que había terminado.
Hoyo cinco: el sol comenzó a hacer estragos en mi piel.
Hoyo nueve: mi marcador personal se encontraba muy por debajo del de un amateur… de doce años de edad. Solo las miradas y las sonrisas de mi esposo, quien se sentía más ufano de compañía que de mi desempeño deportivo, hacían que mis apuros valieran la pena. «Las gringas nunca apoyan a sus maridos en los asuntos del trabajo. Normand está encantado contigo», dijo y me plantó un beso en la mejilla.
Antes de hacer mi próximo tiro, Joseph se acercó para decirme:
─Mi’ja, junta los brazos like this, echa el cuerpo pa’ atrás like this y tira.
Agradecí su desinteresado consejo y lo seguí a pies juntillas. Di el tiro y la pelota se proyectó por los aires dejando a mis compañeros boquiabiertos.
Hoyo catorce: di mi mejor swing.
Hoyo dieciséis: me sentía imparable.
Hoyo diecinueve: «¡Tú puedes mi’ja!», la voz de mi flamante entrenador se mezcló en el viento junto con el estruendo que provocaron cien gansos canadienses que levantaron el vuelo intempestivamente.
¡Hoyo en uno! ¡Sí, hice un hoyo-en-uno! Salté de felicidad y busqué las caras de mis compañeros, pero ¿dónde estaban? Joseph y Julio a bordo de su carrito conduciendo a toda prisa con rumbo a las instalaciones del club.
─Súbete que viene un coyote detrás de nosotros ─oí el grito de mi esposo desde nuestro carrito.
─¡Coyote! ¿Cuál coyote? ¿Viste mi hoyo-en-uno? ─pregunté, emocionada.
─No, mi amor, pero te creo que lo hiciste.
De vuelta al club, habiendo comprendido el súbito vuelo de los gansos y la huída de mis compañeros por causa del coyote, me serví un vaso con agua helada antes de disfrutar el delicioso bufé servido para clausurar el torneo. Esa noche, caí sobre la cama, agotada y dando gracias a Dios por salvarnos del ataque del coyote. Quise orar como acostumbro pero solo alcancé a decir en voz baja: God, please, bless America.
Alejandra Meza Fourzán