Natalia se recogió el cabello utilizando solo los dedos ─los años le habían proporcionado la destreza de hacerlo así─ y, antes de afianzarlo con un nudo, lo cubrió con una redecilla. Abandonó el sanitario y se encaminó hacia el amplio escritorio de la unidad, donde la nueva enfermera aguardaba por su adiestramiento inicial. No era su deber, pero la experiencia le daba a Natalia el crédito para ejecutar tal encargo. Tan pronto se presentó con ella, la aturdió con un tropel de instrucciones y consejos. «Hola, te enseñaré dónde van los instrumentos. Acá, el cuarto donde se dejan las sábanas sucias; allá el dispensario donde se almacenan las jeringas y las gasas. En esta lista puedes leer los nombres de los doctores que están de guardia. A la jefa de enfermeras ni te acerques; es estricta y no le agrada que la molesten».
¿Te acuerdas, Natalia, de que papá se iba de borrachera hasta por tres días seguidos? Nunca nos llevaba comida, ropa, juguetes… Nunca. Siempre le dejaba la carga completa a mamá. Con lo poquito que ganaba vendiendo libros de casa en casa, lo único que compraba era alcohol.
El viernes, más que ningún otro día de la semana, la jornada era bulliciosa dentro del hospital debido a los múltiples accidentes viales suscitados por culpa de conductores ebrios. Al final del turno, sin haber gozado de un momento de reposo, tanto Natalia como la nueva enfermera se quejaron una con la otra de sus abotargados tobillos.
¿Te acuerdas, Natalia? Años después, mamá se volvió a casar. ¡Ese hombre nos quería mucho! No se embriagaba para distinguirse de papá y evitarnos dolores de cabeza. Una tarde nos dijo, harto seguro: «Yo voy a ser su padre para siempre».
Natalia aprovechó el sábado de su descanso para asear su estrecha vivienda. Una de las vecinas llamó a su puerta para pedirle que cuidara de su hijo pequeño por unas horas. Amargada por no ser madre ni tener familia, Natalia se negó sin remordimientos. El lunes, de regreso al hospital, la jefa de enfermeras le notificó el fallecimiento de uno de los pacientes del piso, acaecido durante el fin de semana. Natalia ni se inmutó. La Parca los visitaba con tal frecuencia que ya ni se percibía ni se lamentaban sus menguas cuando se hacía presente.
¿Te acuerdas, Natalia, de que ese hombre era hijo de una enfermera? Nos hablaba tan bonito acerca de ella que una mañana nos advertiste: «De grande, seré una enfermera». A todos nos causó risa. Mamá fue feliz con él. ¡Qué gusto les hubiera dado verte vestida así, de blanco, como un ángel! ¿Pero por qué no te acuerdas, Natalia? Quizá, en el Paraíso, otro ángel te borró la memoria.
El miércoles, el encargado de las contrataciones de personal arribó a la unidad de enfermería para recordarle a Natalia que debía asistir al evento del viernes próximo. Le solicitó que no faltara al homenaje que el nosocomio rendiría en honor de los empleados con treinta años a su servicio, puesto que ella formaba parte del grupo objeto de la celebración.
Fue una lástima, Natalia, que mamá no supiera retener a ese hombre. Se separaron. Tú y yo anduvimos con ella, a salto de mata, las tres solas, hasta que tú, cansada, nos abandonaste para estudiar en el Internado de Enfermería. Mi existencia ha sido triste, Natalia, no como la tuya. Hui. Pasé de pueblo en pueblo, de hombre en hombre, mal comiendo y mal viviendo. Por eso recuerdo con nostalgia nuestra infancia. Esa era vida, buena vida; a pesar de las tragedias, éramos felices mientras fuimos niñas.
Cada viernes, Natalia se las ingeniaba para brindarse unos minutos a solas e ingresar a la capilla situada en el mismo nivel del edificio donde se practicaban las cirugías. En su interior, sofocados por el humo de las velas y los cirios, pendían de sus muros fotografías de niños y adultos ─unos, convalecientes; otros, muertos─, acompañados de cruces, rosarios, libros de oración y un sinnúmero de estampas de santos, dejados a propósito por familiares de los pacientes o por empleados de la clínica con el fin de que fueran recordados en las oraciones de otros. Entre las imágenes, figuraba la de la hermana de Natalia, fallecida un año atrás a causa de una enfermedad venérea. Ese viernes, a pesar de tener en puerta la ceremonia, no hizo la excepción y entró en el oratorio para rezar de labios y corazón, un padrenuestro por su difunta.
Yo ya presentía que el día de mi muerte tú estarías al pie de mi cama, Natalia, tal como estás ahorita: vestida de blanco de pies a cabeza, angelical. No me vayas a olvidar, Natalia. Si tú me olvidas como olvidaste a nuestros padres, a nuestro padrastro, o al fulano malnacido ese que se atrevió a plantarte en el altar, ¿quién carajos me va a recordar, hermana?
Natalia salió suspirando de la capilla y entró al tocador para mirarse una vez más ante el espejo. Comprobó el albor de su uniforme, ajustó la redecilla a las ondulaciones de su cabello en nudo y se aplicó una rosada pintura labial. Caminó ufana hacia el salón de actos del hospital, donde recibió un mayúsculo ramo de flores que apenas le cabía entre los brazos, una medalla y los cálidos aplausos de sus compañeras, médicos y otros agentes auxiliares del sanatorio. «Y usted, Natalia, ¿por qué decidió ser enfermera?», le preguntó uno de los asistentes. Ella mintió: «Para seguir los pasos de mi hermana mayor. Ella fue enfermera… y de las mejores». Natalia camufló su cara con el follaje del colorido manojo que portaba y disimuló una lágrima de dolor. En ella, iban su vida completa y sus torcidas memorias, como si nunca hubiera existido, como si estuviese naciendo en ese instante, cual ángel blanco en un recordado Paraíso.
Alex M. Fourzán, derechos reservados.
De mi libro «Relatos para un viernes sin Dolores».

Gracias por leerme.
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Excelente 👌
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